Decolorado pero aseado
Final
Nos enseñaron que había que extremar la higiene, que no había que saludar ni a los conocidos, dejé de abrazar a los que amo justamente porque los amaba, incluí al chaleco, al gas pimienta, al repelente de insectos, alcohol y mascarilla, ya mi rostro se confundía con los muchos otros que también se cubrieron nariz y boca, y también los ojos. Ya todos comenzamos a guardar distancia. La protección se convirtió en un modo de convivencia y hasta las suelas de los zapatos tuvieron que asearse. La decoloración de la ropa y del ánimo vino con el agua clorada con que habíamos de recibir todo lo que viniera del exterior de casa.
Todo lo externo, extraño, aireado, colorido se fue destiñendo por la fervorosa brisa del aseo, del alejamiento, de los vacíos. Comencé a llamar más por teléfono y a escribir mensajes. La piel dejó poco a poco de extrañar el roce, el estrechar de manos, el tocar eso que se llama humano y se me apagó el tacto. Me acostumbré a llevar los lentes porque los rostros familiares comenzaron a asomarse en la pantalla de la computadora, los vi planos, los vi fragmentados. Se me achataron los dedos por usar más las teclas de los aparatos que los brazos.
Descubrí que podía hablar con varias personas al mismo tiempo en eso llamado virtualidad y aprendí una especie de paciencia cuando sus voces se alentaban, robotizaban o quedaban paralizadas en esa triangulación humano-máquina-humano en que nos estrechábamos con cariño.
Redescubrí la temporalidad de lo que fueron en otro tiempo las cartas ya que comencé a dejar mensajes flotando en el ciberespacio y a ir descolgándolos conforme los encontraba. Así, largas conversaciones se fueron anudando en la medida en que pasaban los días. Mi casa se convirtió en una suerte de supermercado, gimnasio, centro recreativo; zona no contaminada, matadero de mosquitos; invernadero productor de hortalizas; cine, teatro y pista de baile; salón de clases, biblioteca; restaurante, bar o fondita; salón de belleza, peluquería y spa, esto último sobre todo para las manos que ya no solo quedaron decoloradas, también deslucidas y marchitas.
Comencé a buscarme en los recovecos de casa, a imaginar lo que antes recordaba, me preparé para salir a unas calles que aunque eran las mismas eran otras, más cerradas, más vacías. Continué viendo a las personas planas, descoloridas, ajenas y tristes, con los ojos tristes porque es lo que se alcanza a ver sobre la mascarilla, porque con tantos vacíos hasta el trabajo escaseó, se nos vaciaron los bolsillos, las esperanzas y las ganas de reír tomando una taza de café en una terraza a media banqueta en mitad del ocaso.
Ahora que se ha limpiado todo, se ha vaciado mucho, se ha espantado tanto, comienzo a preguntarme a dónde se fueron los colores, las sonrisas y el relajado andar sobre las calles. FIN