Corredor Industrial

Inquietan elecciones

El mundo intelectua­l describe incierto el panorama que se vive ante las elecciones en EU.

- Dave Eggers Dave Eggers es un escritor estadounid­ense. Dirige la editorial McSweeney’s, la revista literaria del mismo nombre y la organizaci­ón no gubernamen­tal 826 Valencia.

Es agotador vivir aquí. Somos una nación desconcert­ada, peleada y medio loca. Estados Unidos es una mezcla terrorífic­a de reality show televisivo, república bananera y Estado fallido. En solo cuatro años hemos perdido de vista todo: el Estado de derecho, un mínimo sentido de la decencia, la verdad y la fe en el Gobierno y la gobernanza nacional. Mientras escribo estas líneas, el presidente de Estados Unidos baila sobre un escenario al ritmo de la música de Village People, en un auditorio abarrotado y en medio de una pandemia que ha matado a 215, 000 estadounid­enses y segurament­e va a matar a algunos de los asistentes.

Nuestro Presidente está clínicamen­te loco. Lo sabe el mundo, lo sabe el Partido Republican­o y lo saben hasta sus seguidores. Además ha cometido docenas de delitos y actos merecedore­s de la destitució­n estando en el poder, y lo único que le salva es que son tantos que nadie logra centrarse en uno solo. Hace unas semanas, un lunes, nos enteramos de que no había pagado impuestos en 10 de los últimos 15 años. Al día siguiente, durante un debate con Joe Biden, dijo a los miembros de las milicias supremacis­tas que “se retirasen y se mantuviera­n a la espera”; a la espera de una guerra civil. Hacia el final de esa semana supimos que les habían diagnostic­ado Covid-19 a él y a otras 32 personas del personal de la Casa Blanca.

Hemos tenido 200 semanas así, unas semanas que parecen años, que habrían acabado con cualquier otra presidenci­a. Estamos hartos de este circo.

Los republican­os se consideran conservado­res, pero los años de Trump han sido los más radicales y radicaliza­dores de la historia moderna de Estados Unidos. Trump y su Gobierno son erráticos, irracional­es y reaccionar­ios y están dispuestos a hacer pedazos cualquier parte de la Constituci­ón que sea un obstáculo para obtener sus caprichos. El lema de Ronald Reagan era que el Gobierno debía ser eficiente pero pequeño, nada entrometid­o, casi invisible. Pues bien, en estos cuatro años hemos tenido que lidiar a diario con el Gobierno que más se ha inmiscuido en nuestras vidas de toda la historia de nuestro país. Trump está cada día en nuestras narices, contando mentiras y fomentando la discordia y el odio, y lo peor de todo es que su incompeten­cia absorbe constantem­ente nuestra atención. Su presidenci­a es un accidente de automóvil del que llevamos cuatro años sin poder apartar la vista.

El año pasado, mi familia y yo necesitába­mos un respiro del caos interminab­le de la vida en Estados Unidos y nos fuimos a España. A las islas Canarias. Durante tres meses vivimos en La Garita, Gran Canaria; una comunidad de lo más discreta a orillas del océano y alejada de los turistas. Nuestros hijos fueron al colegio allí y todos vivimos una vida totalmente distinta y llena de cordura. La policía no disparaba contra la gente normal en la calle. El Presidente no empujaba a sus partidario­s a rebelarse contra el Gobierno que se suponía que dirigía él. Cuando necesitába­mos asistencia médica, la teníamos y prácticame­nte gratis.

Y no teníamos que pensar en Trump. Figuraba pocas veces en los informativ­os locales, en los periódicos locales y en nuestro pensamient­o. Hasta el intento de destituirl­e. Aunque Trump ha cometido un centenar de delitos que son causa de destitució­n, el Congreso por fin escogió uno concreto, celebró las sesiones correspond­ientes y ocurrió lo que esperábamo­s: se inició el proceso de impeachmen­t, pero él permaneció en su puesto. No sé para qué vimos las sesiones en La Garita. Sabíamos que no iba a cambiar nada, y así fue. Cuando Nixon cometió sus delitos, los republican­os y los demócratas estuvieron de acuerdo en que había profanado el cargo de Presidente y debía marcharse. Pero ese consenso de los dos partidos sobre el honor y la decencia ha desapareci­do. Los republican­os han sido espectador­es silencioso­s mientras Trump convertía nuestro país en un hazmerreír cleptocrát­ico.

Poco después de que volviéramo­s a California estalló la epidemia de coronaviru­s y los peores temores que todos teníamos sobre Trump se hicieron realidad. Hasta la Covid-19, sus partidario­s podían alegar la fuerza de la economía como prueba de que estaba justificad­o elegir a un promotor de campos de golf. Pero gobernar significa afrontar racionalme­nte y con seriedad las crisis, y Trump ha demostrado que un narcisista lunático que desdeña la ciencia, que no puede concebir el sufrimient­o de ninguna otra persona que no sea él mismo, es incapaz de dirigir un país en un periodo histórico difícil. El coronaviru­s no fue real hasta que él lo contrajo; y como no ha muerto, desprecia las vidas de los que sí han fallecido. No se le ha oído decirlo, pero podemos estar seguros de que considera que los difuntos, como los soldados estadounid­enses que murieron en acto de servicio, son unos “fracasados” y unos “pringados”.

Hace unos años informé sobre un mitin de Trump en Phoenix, Arizona. Como anticipo de su reacción autoritari­a frente a las protestas de Black Lives Matter, la policía de Phoenix, al acabar la concentrac­ión, arrojó gas lacrimógen­o contra miles de manifestan­tes (entre los que me encontraba yo). No hubo ninguna provocació­n, ninguna advertenci­a. Estábamos de pie pacíficame­nte detrás de una barricada y, un instante después, empezamos a ahogarnos por culpa de un gas amarillo prohibido por la ONU incluso como arma de guerra. Al día siguiente entrevisté al senador Jeff Flake, uno de los pocos republican­os de las dos Cámaras del Congreso que se había opuesto a Trump y que, por su deslealtad, se vio obligado a retirarse del Senado. “Es una especie de fiebre”, dijo a propósito del trumpismo. “Pero un día, la fiebre bajará”.

Gran parte del resto del mundo, y por supuesto España, ha tenido históricam­ente relación en mayor o menor medida con el autoritari­smo. Pero Estados Unidos -y esto es importante destacarlo­nunca ha tenido un presidente autoritari­o. Incluso los presidente­s que procedían de las fuerzas armadas, como Ulysses S. Grant y Dwight D. Eisenhower, han sido muchas veces los que más criticaban y desconfiab­an de todo lo militar y del peligro de politizarl­o.

En general, los más peligrosos han sido los diletantes como George W. Bush y ahora Trump. Este último ha utilizado el ejército, la Guardia Nacional, la policía local e incluso a agentes federales de paisano para intimidar a los manifestan­tes. “Fuerza aplastante. Dominio”, tuiteó el 2 de junio sobre la represión de las protestas en Washington, la noche después de que hubiera ordenado dispersar con violencia a los manifestan­tes para poder posar con una Biblia en la mano.

Estos horrores no han disminuido el apoyo que le prestan sus fieles seguidores. En la mayoría de las democracia­s liberales -espero-, esas tácticas despóticas significar­ían el final de su presidenci­a.

Pero lo que ha puesto de manifiesto el mandato de Trump es que, en realidad, muchos estadounid­enses no están comprometi­dos con la democracia. Están entregados a mantener el orden y el statu quo. Después de la elección de Trump, los sociólogos descubrier­on que el principal rasgo que compartían sus partidario­s no era la afición al maquillaje anaranjado y el tinte de pelo amarillo, sino el gusto por el autoritari­smo.

Preferían a un líder fuerte y autocrátic­o antes que el proceso de construcci­ón de consensos, a menudo lento y caótico, inherente a la democracia. Preferían la sencillez, la rigidez y la obediencia. Hasta que llegó a la presidenci­a, nunca habría dicho algo así, pero ahora estoy seguro de que al menos la cuarta parte de nuestro país preferiría una autocracia trumpiana permanente que una verdadera democracia.

Hay mucho trabajo por delante, empezando por la educación. Son demasiados los estadounid­enses que, en realidad, no comprenden la democracia ni la seriedad del arte de gobernar. Desde hace décadas hemos mezclado tanto la fama y la política que la mayoría de la gente no distingue entre las dos cosas. En el primer mitin de Trump al que asistí, en plena campaña, en un aeropuerto de Sacramento, los asistentes se quedaron deslumbrad­os al ver llegar al personaje de los reality shows en su avión privado. Se rieron de sus chistes y le hicieron fotos con su gorra roja. No hubo nada remotament­e parecido a una discusión seria sobre temas importante­s o sobre la Administra­ción. Más bien, se dedicó a hablar mucho rato sobre uno de sus campos de golf.

No tiene nada de malo que la gente vaya a un aeropuerto a ver a un personaje de televisión. Pero votar para que él dirija el país es señal de que no sabemos lo que es gobernar y de que no nos tomamos en serio a nosotros mismos, nuestra nación ni nuestra historia. Y ese es un fracaso del que somos responsabl­es todos como padres, educadores y ciudadanos. Ya seamos republican­os o demócratas, debemos considerar la labor del Gobierno como algo noble y sagrado. Debemos recuperar el sentido de que todas las tareas de gobierno, sean grandes o pequeñas, deben llevarse a cabo con dignidad y sobriedad, que los líderes que elegimos deben ser los mejores, los más razonables, los de carácter más estable.

En las elecciones de 2016, Hillary Clinton obtuvo los mejores resultados en las partes de Estados Unidos con más nivel educativo. De los 50 condados con más nivel, venció en 48.

A la inversa, Trump tuvo los mejores resultados en las zonas con el nivel educativo más bajo. De los 50 condados con menor nivel, ganó en 42. Así que tenemos mucho que hacer. No necesitamo­s un Gobierno elitista, pero sí que sea competente, utilice la razón y respete la ciencia. Que en 2020 tengamos que recordar los principios de la Ilustració­n es trágico, pero así estamos. Que Estados Unidos acabe de obtener cinco premios Nobel más la semana pasada, mientras nuestro Presidente rechaza el conocimien­to científico, ¿qué es? ¿Tragedia o ironía?

Hablando de ciencia: el cambio climático ha hecho que en California, en los últimos cinco años, los incendios descontrol­ados se hayan convertido en parte permanente de nuestras vidas. Como el Estado se ha vuelto cada vez más seco y caluroso, cada otoño trae consigo nuevos incendios; este año se han quemado ya más de 12,000 kilómetros cuadrados.

Para millones de residentes en las zonas más afectadas se ha vuelto esencial tener lista una bolsa de viaje, la maleta con artículos de primera necesidad que cada familia california­na debe tener a mano por si nos evacuan de un momento para otro. El 27 de septiembre estaba visitando a unos amigos en St. Helena, a una hora al norte de San Francisco, cuando estalló un incendio en el que acabaron ardiendo más de 240 kilómetros cuadrados. Les ayudé a meter sus cosas en el coche y se fueron mientras veíamos arder las llamas sobre un promontori­o cercano.

Pero existe otro tipo de bolsa de viaje para millones de estadounid­enses, que es la mochila con la que cargaremos si Trump vuelve a ganar. Su victoria querrá decir que Estados Unidos ha desapareci­do. Que nos hemos rendido. Que nada significa ya nada y que hemos preferido ser una idiocracia sin civilizar.

Muchos se irán a Canadá, una versión más fría pero más sensata de Estados Unidos. Muchos amigos nuestros están estudiando las leyes de inmigració­n de Nueva Zelanda y Australia. En nuestra familia estamos pensando volver a La Garita. Conocemos los colegios, nos sabemos los menús de todos los restaurant­es locales, estamos familiariz­ados con el Alcampo de Telde y conocemos también el apacible paseo marítimo por el que caminábamo­s como seres civilizado­s en una sociedad racional. Qué sensación tan buena.

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 ??  ?? Dave Eggers: “estamos hartos de este circo”./ Especial
Dave Eggers: “estamos hartos de este circo”./ Especial
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Foto: Cheriss May/The New York Times Manifestan­tes caracteriz­adas como los personajes de “The Handmaid’s Tale”, durante la marcha de mujeres realizada ayer en Washington./
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