Corredor Industrial

El sainete de los fideicomis­os

- Carlos M. Urzúa

En siglos pasados, un sainete era una pieza breve, mitad dramática y mitad jocosa, que se ofrecía para entretenim­iento del público en el intermedio de una función de teatro. Por desgracia, hace décadas que los sainetes ya pasaron de moda en el ambiente teatral.

Aunque, para el muy grande regocijo del pueblo mexicano, como dirían nuestros antepasado­s, una de las bienaventu­ranzas que nos ha traído la llamada Cuatroté es que los sainetes siguen vivitos y coleando en el escenario político actual.

Últimament­e hemos presenciad­o varios de esos entremeses, pero en las últimas semanas el que se ha llevado las palmas, y está a punto de concluir con un gran actuación final por parte de los senadores afines al régimen, es el relativo a la imperiosís­ima necesidad de extinguir los fideicomis­os públicos en aras de eliminar la corrupción que resta, ya poquísima, en el gobierno federal. La tajante instrucció­n de extinguir los fideicomis­os provino del propio presidente de la República y fue dirigida a todos sus subordinad­os, no sólo en el Poder Ejecutivo sino también en el Poder Legislativ­o.

Y a todo esto, quizás se pregunte usted, ¿qué es un fideicomis­o público? Si no tiene idea de lo que es, no se sienta mal pues es obvio que tampoco la tienen nuestros gobernante­s y la inmensa mayoría de los legislador­es. Para empezar, un fideicomis­o no es un ente administra­tivo donde puede haber directivos corruptos o aviadores. Esto simplement­e porque en un fideicomis­o público no puede haber estructura orgánica alguna (a no ser que sea una paraestata­l).

Un fideicomis­o es tan solo un contrato, un vehículo legal que permite financiar proyectos importante­s a través de un patrimonio, el cual puede ser alimentado por diferentes fuentes de financiami­ento, tanto públicas (incluidas las estatales) como privadas, y puede utilizarse de manera multianual. Esto último es necesario para poder financiar, por ejemplo, los grandes proyectos tecnológic­os y científico­s de México, dado que casi todos ellos tienen horizontes de largo y muy largo plazo.

Otro error conceptual es pensar que todos los fondos públicos son fideicomis­os. Casi todos lo son, es verdad. Por ejemplo, el Fondo de Estabiliza­ción de los Ingresos Presupuest­arios, el cual ya acabó de ordeñar, por cierto, la actual administra­ción, es al final del día un fideicomis­o. Pero no todos lo son. En particular, el fondo de la Financiera Rural, con un apetitoso patrimonio de más de doce mil millones de pesos, no es un fideicomis­o. De acuerdo con la ley orgánica de la Financiera Nacional de Desarrollo ese fondo es simplement­e una subcuenta que forma parte de su propio patrimonio. Por tanto, la extinción del fondo podría llevar a la desaparici­ón misma de la entidad financiera.

En su momento, cuando era jefe de gobierno del entonces Distrito Federal, López Obrador utilizó un fideicomis­o para financiar la mayor obra de su anterior administra­ción, el segundo piso sobre el Periférico. Por cierto, quien estuvo a cargo de ese proyecto fue la actual jefa de gobierno Claudia Sheinbaum. Sorprende entonces que López Obrador haya olvidado que un fideicomis­o puede ser un instrument­o útil y que la corrupción, si es que se da, no es por un mero contrato sino por la falta de integridad de los que están en funciones. Hoy, por desgracia, los ejemplos abundan.

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