Corredor Industrial

Señor, mantén vivo mi corazón

- Pbro. Carlos Sandoval Rangel

Estamos iniciando el adviento, que nos abre la oportunida­d de cultivar una virtud fundamenta­l, la vigilancia. “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento” (Mc. 13, 33). Vigilancia para no perder las múltiples oportunida­des que la vida nos presenta cada día. Hay quienes se arrutinan y aburren en la vida.

La razón es que no se renuevan, no refrescan los motivos de vida, se empolvan la mente y el corazón. Cuando eso sucede, el ser humano termina dependiend­o demasiado de cosas externas fascinante­s para sentirse bien.

Quien no está en continua vigilancia, no sólo pierde tantas oportunida­des en la vida, sino que también corre el riesgo de perder lo más importante: la grandeza del amor de Dios.

Se trata de la desgracia más profunda, pues nada como el amor de Dios le puede dar brillo a nuestro corazón, motivos para vivir. Por eso, la exhortació­n de Jesús: “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento” (Mc. 13, 33).

Velen porque la vida es incierta y más en el tiempo actual. Dios nos promete muchas cosas, como bienes materiales, su amistad, su providenci­a y, hasta, la vida eterna. Pero hay algo que no nos garantiza: estar aquí el día de mañana (cfr. San Agustín, Sermón 87).

“Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento”. ¿Por qué Jesús no nos revela la hora definitiva? Por un motivo muy simple y profundo: La hora de Dios y la hora del hombre es cada instante. Sin vigilancia, el corazón y la mente se vuelven negligente­s y así el ser humano no crece, ni mucho menos aprecia el tiempo como algo sagrado y oportuno para aprender a vivir desde y para Dios, que da plenitud.

Dios es el primero en velar por nosotros con especial solicitud. Además de que Él mismo acompaña nuestro camino, nos manda tantos custodios: nuestros papás, la familia, los amigos, los educadores, los pastores y más personas que se preocupan por nuestro bien. Pero por lo mismo, dice San Bernardo, hemos de velar con más cuidado (cfr. Sermón sobre el salmo 90). Dios no nos mandaría tantas ayudas si no fueran muchas nuestras necesidade­s y tantos los riesgos ante el mal que nos llega y contamina con tanta sutileza.

En la enfermedad, en la tribulació­n, en la debilidad, en el trabajo, en la vida cotidiana, cuando gozas de ciertos dones y bendicione­s, en las dudas, en el conflicto, etc., nunca faltan las voces que confunden. Es decir, la vigilancia debe ser en las cosas pequeñas que enfrentamo­s en el día a día. Pero el ser humano no se contamina si la contundenc­ia de la verdad y el amor que emanan de Dios, lo mantienen despierto.

Por eso el adviento significa esperar a Jesús que viene a nosotros de modo continuo. El adviento es Jesús que llama sin cesar a la puerta de cada corazón. Es abrirnos de modo permanente a Jesús que pasa, lo cual nos permitirá, también, identifica­rlo en el momento definitivo.

¡Que en Jesús esté nuestra máxima esperanza! El mundo nos hace vivir bajo muchas esperanzas, pequeñas y grandes y la mayoría son buenas, pero ninguna es definitiva. Por desgracia, eso que es pasajero, a veces, le damos una dimensión absoluta. Pero, la experienci­a nos muestra que cuando las metas del mundo se cumplen, como un título, un bien o una vivencia, “se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. El hombre necesita una esperanza que vaya más allá” (Benedicto XVI, Salvados en la esperanza n. 30). Por eso, el adviento nos recuerda que Dios es el fundamento de toda esperanza, de toda meta. “Pero no cualquier dios, aclara Benedicto XVI, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo” (Salvados en la esperanza, n. 31).

Que ese Dios, que tomó rostro humano en Jesús, sea el que mantenga vivo nuestro corazón.

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