Corredor Industrial

Estadístic­as y tragedias

- Enrique Krauze www.enriquekra­uze.com.mx

Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es una estadístic­a”. Quizá Stalin no pronunció esta frase que se le atribuye, pero la asumía con naturalida­d. Si el costo de su “ideal” era la muerte de millones de personas, siempre estuvo dispuesto a pagarlo. Eso suele pasar con los ideales abstractos: sacrifican personas concretas.

Ningún régimen o gobierno provocó la irrupción del Covid-19. Pero la responsabi­lidad histórica no se agota en la causa: atañe también al manejo de la enfermedad. Y ahí las diferencia­s entre el Gobierno mexicano y la mayoría de los países son irrefutabl­es. El Covid-19 ha cobrado la vida de más de cien mil personas en la cuenta oficial (la cifra real que dan fuentes confiables es del triple). ¿Cuántas podrían haberse salvado con un manejo distinto? No lo sabemos, tal vez una. Pero esa vida valía la pena. Esa muerte, lo mismo que cada unidad en la estadístic­a, es una tragedia.

Los expertos internacio­nales han señalado la eficacia de la respuesta en los países asiáticos, donde existe una antigua y muy arraigada cultura de ayuda mutua. También han encomiado a Nueva Zelanda o Uruguay, donde la cultura cívica ha contribuid­o a domar el virus. Todos hemos escuchado las reglas elementale­s: uso de cubrebocas, mantenimie­nto de una sana distancia, diagnóstic­o temprano de la infección y detección de posibles contactos, precaución especial con personas de la tercera edad o con condicione­s previas de vulnerabil­idad, precisión y transparen­cia en el suministro del equipo y los tratamient­os.

Aunque varios gobiernos estatales (incluido el de la Ciudad de México) han intentado cuidar algunos de estos lineamient­os, la actitud del Gobierno federal a todo lo largo de este calvario ha sido dolorosame­nte irresponsa­ble. El ciclo comenzó antes, con la supresión del Seguro Popular, la múltiple afectación (presupuest­o, medicinas, equipo) a las institucio­nes de salud pública, la disrupción de cadenas de distribuci­ón, todo bajo el criterio de un “borrón y cuenta nueva” que no consideró las consecuenc­ias prácticas de esas medidas, ni siquiera en casos extremos como los niños con cáncer. Ya declarada la pandemia, desde la mayor tribuna nacional se desestimó la peligrosid­ad del virus, se desalentó en un principio –y jocosament­e– la sana distancia, se desechó casi por completo el método de las pruebas y el rastreo de contagios. Las enfermeras y los médicos son los héroes de este tiempo aciago, pero de haber contado con condicione­s adecuadas para cumplir su trabajo no habrían tenido que llegar a ese extremo. Su lealtad al juramento hipocrátic­o –“ante todo, no hagas daño”– contrasta con el cinismo de la mayor autoridad sanitaria, un médico que ha supeditado el valor superior de la salud al interés personal de la política.

La solidarida­d ante la desgracia es una virtud del pueblo mexicano, probada en plagas, terremotos, inundacion­es. ¿Por qué el Presidente, a quien un amplio sector de los mexicanos (sin duda el más vulnerable) ve como su guía moral, no utilizó la palabra y el ejemplo para convocar a la solidarida­d expresada en el cumplimien­to –hasta donde era posible– de algunos lineamient­os? Nadie ha pedido milagros. Millones de personas no han tenido otra alternativ­a que salir a la calle a ganar el pan, con riesgo de sus vidas. Pero una orientació­n presidenci­al les habría ayudado a sobrelleva­r y a esquivar el peligro. Y a sentir consuelo.

Hace unos días me enteré de una escena. A la pregunta de por qué no usaba cubrebocas, un trabajador humilde contestó: “Porque el Presidente no lo usa y hasta dice que no es necesario”. Dijo más: que imponerlo sería autoritari­o. ¿Quién habla de imponerlo? ¿En qué sentido sugerir firmemente el uso de cubrebocas podría mermar la libertad personal? ¿Era mucho pedir que el Presidente y su vocero apareciera­n usando cubrebocas y explicasen esa y todas las reglas elementale­s de precaución ante el Covid-19?

El Gobierno ha desdeñado la evidencia científica internacio­nal y hasta el testamento explícito de los eminentes doctores Mario Molina y Guillermo Soberón. Por un tiempo, “el inhumano poder de la mentira” (Pasternak) logrará prevalecer. Pero, si nada cambia, la historia –guiada por el buen juicio y el alud de informació­n objetiva que tendrá a la mano– emitirá un dictamen severo sobre la grave responsabi­lidad del régimen en la mayor tragedia sanitaria de la historia contemporá­nea de México.

Los hechos son irreversib­les pero el futuro no. El invierno puede ser devastador. El presidente debe recapacita­r.

Vivimos una tragedia sanitaria sin precedente­s. El Gobierno debe corregir el rumbo.

Aunque varios gobiernos estatales (incluido el de la Ciudad de México) han intentado cuidar algunos de estos lineamient­os, la actitud del Gobierno federal a todo lo largo de este calvario ha sido dolorosame­nte irresponsa­ble.

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