LA TRINCA DEL CUENTO NRO. 342 Parte 1
Mi hermana siempre estaba en cama sobrellevando su enfermedad lo mejor que podía. Recuerdo la palidez de su cara alejada del sol, y el aroma de su perfume colgado del olor de sus medicamentos. Éstos estaban esparcidos por toda la casa: en su cuarto; que también era el de nosotros, en el cuarto de mamá y papá, en la sala, la cocina y el baño. Había suficientes para surtir una farmacia entera.
El reposo obligado de Jaqueline era una constante que con mis hermanos logramos transformar en un juego: ella vivía en una isla: las literas de nuestro cuarto eran una caverna solitaria que emergía del mar y, nosotros, hábiles nadadores que cubrimos repentinamente la distancia, llena de rocas, estalactitas y misterios. A veces conseguíamos que Jallita (como le decíamos) interviniera en el juego. Otras, se sentía mal: le dolía algo o simplemente se hartaba de estar inmóvil, y nos mandaba salir del cuarto. Entonces, inventábamos que el mar estaba lleno de tiburones y huíamos del peligro evitando el espacio que ocupaba mi hermana; pero así el juego era diferente: yo sentía el corazón encogido y me costaba trabajo celebrar las ocurrencias de mis hermanos. Mi sonrisa se convertía en muecas. Después de las muecas venían las lágrimas.
Cuando nos íbamos a acostar, apenas entrada la noche, oíamos a mi madre llorar quedamente; acaso suponía que dormíamos y que no podíamos escucharla, que ya no tenía que fingir resignación y aplomo delante de nosotros, y desahogaba su pena durante largo rato.
Yo observaba la sombra de un mezquite proyectada en la pared. La veía danzar de un lado a otro si el viento soplaba en el jardín; pensaba en mi madre, en el cansancio de estar metida en el hospital más tiempo que en su propia casa, pensaba que la muerte podría ser un evento liberador para el suplicio de mi hermana y la pesada tristeza de mi madre. Me quedaba pensando en esas cosas durante casi la mitad de la noche, con los ojos bien abiertos, mirando la luna caminando poco a poco en el cielo.
Me daba miedo la noche, me daba miedo el tiempo, a veces en medio de la oscuridad; tal vez ya entrada la madrugada despertaba a uno de mis hermanos y le preguntaba la hora, (“Qué importa la hora? De todas maneras es de noche”.) Los maullidos de los gatos que andaban por los tejados sonaban como el llanto de los niños pequeños, aquello era escalofriante. Yo hubiera querido no dormir, por temor a tener una pesadilla. Luchaba contra el sueño y si mi mamá se daba cuenta de mi nerviosismo, se levantaba para ir a encender una veladora que ponía en el piso. Así lograba tranquilizarme, me adormecía bajo esa luz tintineante y amarillenta. En ocasiones cuando el sueño lograba vencerme, el silencio se adueñaba de la casa: mi madre había dejado de llorar.[Continuará]
Luis Chagoya. Originario de Irapuato, Guanajuato, y actualmente vive en Guanajuato Capital. Tiene 30 años de edad y actualmente se dedica a la cocina de profesión. Algunas veces en sus tiempos libres gusta de escribir o tomar fotografías.