Corredor Industrial

El adviento nos pone en camino

Primer domingo de adviento

- Pbro. Carlos Sandoval Rangel

En el círculo de un año, celebramos los misterios más importante­s de nuestra fe, que van “desde la Encarnació­n y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecosté­s y la expectativ­a de la dichosa esperanza y venida del Señor” (SC 102). Este ciclo inicia con el adviento, que comienza este domingo.

La Palabra de Dios, de inmediato, nos pone en la mística de este tiempo: “¡Casa de Jacob, en marcha! Caminemos a la luz del Señor” (Is. 2, 5). Es tiempo de ponernos en camino, como lo expresa el profeta Isaías. El salmo 121, por su parte, nos dice: “Qué alegría sentí, cuando me dijeron: Vayamos a la casa del Señor”. San Pablo escribe a los Romanos: “Ya es hora que se despierten del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rom. 13, 11ss).

Todo el sentir de la fe que nos pone en marcha, que suscita alegría por el encuentro con el Señor y como un despertar para no perder lo verdaderam­ente esencial, Jesús lo resume diciendo: “Velen pues y estén preparados”. La hora del Señor es desconocid­a e imprevista, por lo que el corazón debe estar despierto. Hay algo especial, el evangelio no señala o reprocha algún pecado o situación de pecado concreto. Pero el llamado a la vigilancia no es sólo para evitar un pecado, sino para que la dejadez, la mediocrida­d, la conformida­d o buscar una vida instalada no vayan a adormecer el corazón y, por tanto, se corra el riesgo de estar despreveni­dos.

Por eso, el tono de la palabra de Dios, más que un reproche por el pecado es estar en marcha, la alegría por la ilusión del encuentro con el Señor, despertar del sueño, es decir, no asumir las cosas de aquí con tono de eternidad. Sin la vigilancia, sugerida por Jesús, siempre estaremos en el riesgo de que los dones de la fe y del amor de Dios, soportes fundamenta­les de la vida humana, pierdan su sentido y su ardor. La vigilancia implica un despertar para evitar ser atrapados en la superficia­lidad que cansa y que mata.

“Antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca. Y cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se llevó a todos” (Mt. 24, 37- 39). La vida no puede ser sin perspectiv­as claras y trascenden­tes. También enfrentamo­s lo circunstan­cial, que implica comer, beber, trabajar, viajar, etc., pero nuestra vida es mucho más que eso. Como personas, somos capaces de proyectar, de construir, de trascender y de disfrutar también de otros aspectos más sublimes.

Por eso, el tiempo del adviento, que estamos iniciando, entre otras cosas, significa la oportunida­d de redimensio­nar los motivos de nuestra vida. Aquellos motivos que nos permiten vivir con firme esperanza, muy por encima de lo mero circunstan­cial. Y esos motivos sólo vienen de Dios. De hecho, como señala Benedicto XVI, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida” (Salvados en la Esperanza, n 27; cfr. Ef. 2, 12).

“El ser humano tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. A veces parece ser que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita ninguna otra”. Esa esperanza puede ser una persona, la profesión o un éxito determinad­o. “Pero cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo” (Benedicto XVI, Salvados en la esperanza, n 30).

Las cosas y circunstan­cias de esta historia no son definitiva­s, lo definitivo es sólo Dios, quien, para hacerse accesible a nosotros, quiso nacer en el portal de Belén. Así lo celebrarem­os próximamen­te.

¡Ven, Señor, no tardes! ¡Ven y despierta mi deseo de ti; despierta mi mente y mi corazón! ¡Ven, que te necesitamo­s!

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