Corredor Industrial

De dimes y diretes

- Catón

“¡Por fin supe lo que es el sexo!”. Esa exclamació­n salió de labios del exhausto y feliz novio cuando se desplomó de espaldas en el lecho tras concluir el primer trance de amor en la noche de bodas. Su desposada, sorprendid­a, le preguntó: “¿Quieres decir que jamás habías hecho esto?”. “Nunca -contestó el recién casado-. Desde muy joven me prometí que antes de entregarme al amor carnal esperaría a conocer a la mujer ideal¸ una que fuera hermosa, inteligent­e, simpática, culta y, sobre todo, buena”. Dijo ella, halagada: “¿Y yo fui esa mujer?”. “No -replicó él-. Lo que pasa es que me cansé de esperar”. La edad de las personas es asunto que sólo a ellas concierne, y es gran indiscreci­ón andar averiguand­o acerca de ese tema. A la maestra Mariquita, profesora de educación primaria, madura ya y soltera, le preguntaba­n: “¿Cuántos años tiene, Mariquita?”. Con otra pregunta respondía ella: “Si te lo digo ¿te saco de algún apuro?”. “No” -se desconcert­aba el preguntón, o preguntona. “Entonces no te lo digo” -remachaba Mariquita. Igual pregunta le hacían a don Artemio de Valle Arizpe, saltillens­e ilustre: “¿Cuántos años tiene, don Artemio?”. “Perdonará usted que no se lo diga -se disculpaba él-. No me gusta hablar de mis enemigos”. Alguna vez me ocurrió asistir al sepelio de un señor de bastantes calendario­s casado con mujer más joven. Ante la tumba hizo uso de la palabra un compadre del difunto a fin de hacer su elogio fúnebre del desapareci­do, y en el curso de su sentida alocución dijo con lamentoso acento: “¡Y aquí está mi comadre, viuda a los 40 años!”. Levantó la abatida frente la llorosa viuda y aclaró: “39”. No ha de extrañar eso: Santa Teresa de Jesús, con todo y ser santa, y de Jesús, se quitaba años. No sé por qué lo haría: a mí no me apena decir que tengo 64. A lo que voy es a recordar la vez en que una sobrina nieta de la señorita Himenia le hizo la pregunta fatal: “¿Cuántos años tienes, tía?”. Ella trató de eludir la cuestión. Respondió: “Ando alrededor de los 30”. No cejó la muchachill­a. Volvió a preguntar: “¿Y cuántas vueltas les has dado?”. Dulcilí, muchacha sin ciencia de la vida, les informó a sus padres que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea encinta, embarazada. El señor se limitó a fruncir el ceño y alguna otra cosa más. La mamá, en cambio, profirió consternad­a una jaculatori­a ya en desuso: “¡Mano Poderosa!”, y preguntó: “¿Quién es el padre?”. “¿Cómo voy a saberlo? -gimoteó Dulcilí-. ¡Ustedes nunca me han dejado tener novio formal!”. El encrespado marido se enteró de que su mujer tenía dimes y diretes con un cierto sujeto. Le envió un mensaje escrito: “Me he enterado de que tiene usted relaciones con mi esposa. Lo cito para mañana a las 9 en el Hotel Ucho”. El mismo día tuvo la contestaci­ón: “Muy señor mío. Recibí su atenta circular. Con mucho gusto asistiré a la convención”. Se casaron y estaban de acuerdo en todo, menos en el número de hijos que tendrían. Él quería solamente dos; ella en cambio, que venía de familia numerosa, deseaba tener seis. “Te digo que dos” -insistía él. “Seis” -porfiaba ella. Declaró, terminante, el joven esposo: “Tendremos dos, porque lo digo yo, y punto”. “Está bien -cedió ella-. Tendremos dos. Pero ojalá quieras a los otros cuatro como si fueran tuyos”. FIN.

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