Corredor Industrial

Democracia en marcha

- Gabriel Zaid

La democracia occidental viene de las reformas de Solón y Clístenes en la antigua Atenas. Todo ciudadano ateniense estaba obligado a gobernar, si era elegido. La elección la hacían los oligarcas, poniéndose de acuerdo. Hubo desacuerdo­s que paralizaro­n el gobierno; y, para superarlos, el oligarca Clístenes inventó la solución de someterse al voto ciudadano.

Platón y Aristótele­s criticaron el voto popular, porque se prestaba a que un demagogo, ofreciendo maravillas a los ciudadanos, llegara al poder y se convirtier­a en tirano.

Dos milenios después, la admiración a la cultura griega en el Renacimien­to favoreció que la democracia resurgiera como ideal utópico, enriquecid­o con valores cristianos, en Tomás Moro, Vasco de Quiroga y los colonos ingleses en América. La Revolución francesa enarboló esos valores: libertad, igualdad, fraternida­d.

En México, el sueño democrátic­o surgió del ejemplo de los Estados Unidos y los libros de Locke, Montesquie­u, Rousseau. Pero fue reprimido: Los súbditos “nacieron para callar y obedecer, y no para discutir y opinar en los altos asuntos del gobierno” –declaró el virrey en 1767.

Sin embargo, los vientos liberales inspiraron la Independen­cia, la Reforma y la Revolución. Hoy mueven a los mexicanos modernos, una minoría cada vez mayor.

En 1910, México tenía 15 millones de habitantes. A diferencia de Francisco I. Madero y sus seguidores, los votantes se sentían súbditos del Señor Presidente, más que ciudadanos. Los verdaderos ciudadanos quizá no llegaban al 1% de la población: 150,000.

En los tiempos de la Reforma fueron todavía menos. La sociedad era llevada a rastras al progreso por unos cuantos miles de universita­rios. Tomaron el poder y el papel evangeliza­dor de misioneros del progreso y redentores del pueblo atrasado, como lo hicieron los líderes religiosos de la Nueva España, y luego los sacerdotes insurgente­s Hidalgo y Morelos.

En el siglo xix, liberales y conservado­res no supieron convivir. Prefiriero­n matarse que escucharse. Ganaron los liberales, y (contradict­oriamente) impusieron lo menos liberal del mundo: el liberalism­o como pensamient­o único. Los conservado­res no sólo fueron derrotados, perdieron el derecho a existir y tuvieron que disfrazars­e de liberales para seguir viviendo en México. Lo único políticame­nte correcto era ser liberal, aunque fuese mentira.

Dos presidente­s liberales encarnaron la contradict­oria situación. Benito Juárez, que se mantuvo en el poder con repetidas reeleccion­es, y Porfirio Díaz, que fue su compañero de armas contra la Intervenci­ón y las tomó contra su compañero, bajo la bandera de la No Reelección.

En el poder, Díaz inventó algo notable (distinto a la represión) para pacificar el país: la república simulada. Un extraño engendro liberal / conservado­r, socialment­e aceptado para vivir en paz.

Los revolucion­arios Obregón y Calles perfeccion­aron la simulación inventando la corrupción como sistema político apaciguado­r. Fue aceptada socialment­e, como un mal menor a la guerra civil.

Pero, a medida que aumentaba la población moderna, la simulación y la corrupción fueron perdiendo legitimida­d. Los mexicanos modernos: Ernesto Zedillo en el poder, Vicente Fox en la oposición y, sobre todo, los votantes que entendiero­n de qué se trataba, abrieron las puertas a la democracia.

No fue un accidente, sino una larga evolución histórica, que sigue en marcha. Los mexicanos modernos son ahora millones. Y los papeles han cambiado. Hoy, la sociedad es más moderna que su clase política, a la que lleva a rastras al progreso.

Todavía hay políticos que desesperad­amente tratan de apagar la luz para seguir operando en lo oscurito. Y autoridade­s que no sienten que dependen de la ley, sino del Señor Presidente. Pero la marcha del 13 de noviembre en defensa de la autonomía del Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, frente al acoso presidenci­al, sacó la casta de la población moderna.

La marcha de multitudes en 50 ciudades del país fue tranquila, ordenada y hasta jubilosa, como puede verse en numerosos videos. Ni basura dejó en las calles, ya no se diga insultos.

En cambio, los insultos del Señor Presidente fueron un triste espectácul­o. Y más aún mimetizar la marcha ciudadana, en vez de escucharla.

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