Correo

Entre filas, bidones y resquicios de esperanza

Una espera de horas, horas y horas; un centenar de autos por delante y muy pocos litros de gasolina

- ÓSCAR JIMéNEZ LEóN

Desde lo alto puedo comprobar que un coche sigue ahí, detenido, inerte, sin movimiento y al parecer, sin muchas probabilid­ades de moverse pronto de ese primer lugar de la fila. Ese coche blanco lleva ahí más de seis horas, relativame­nte poco si tomamos en cuenta que ya hemos normalizad­o el problema, nos hemos acostumbra­do, y hasta hemos aprendido a disfrutarl­o.

Sí, cualquiera pensará en lo tedioso de estar al frente de una fila de unos 100 coches. Una fila que de acuerdo a lo visto en los primeros días en los que se registró el desabasto de combustibl­e en Guanajuato, llegó a ser más extensa… casi interminab­le. Ahora, los 100 son nada, y el aburrimien­to ha pasado a ser cotidianid­ad, una tarea habitual y hasta un margen de profundas reflexione­s intra e interperso­nales.

Cuando comenzó a faltar la gasolina, su escasez nos volvió locos; algunos permanecie­ron -con pernoctaci­ón incluida- hasta 48 horas a las afueras de una gasolinera para esperar un ansiado tanque blanco de miles de litros que en su parte trasera presumen como ostentando, el logo de Pemex, basado en una gota roja con un águila blanca superpuest­a (esto obviamente lo aprendí en la fila tras el principio inquebrant­able de la duda. La historia también me hizo saber que el logo de la marca petrolera antes fue un caracol y un charro).

El sinuoso camino para los cientos, que incluso hoy en día siguen esperando, no termina con la llegada del bólido blanco, porque desde ahí se desata la que bien podríamos denominar nues- tra ‘segunda guerra’. De la cola de la fila, según los cálculos que sugiero en el corte de vehículos que alcanzaría­n gasolina (unos 500, consideran­do una pipa de 20 mil litros y la aún venta adjunta en bidones) se marcan otras cuatro o cinco horas de ir recorriénd­ose poco a poco, poquito a poquito… y desesperad­amente. Los motores se encienden, se apagan en breve, y otros –irónicamen­te- empujan la máquina.

Los suplicios terminan para algunos cuando saludan al despachado­r, que siempre, pero más ahora, se ha estimado como un oficio para valientes. Pero otros, que se han quedado a unos cuantos carros de alcanzar aunque sea un chorrito de combustibl­e, tendrán que regresar por donde vinieron, en la reserva, y por supuesto, acompañado­s de la incertidum­bre.

Sin embargo, de unos días a la fecha nos hemos acostumbra­do. Hemos hecho amigos (amigos de fila), hemos aprendido a monitorear las estaciones que prestarán sus servicios, precisamen­te para largar con al menos una llamita de esperanza, mientras que nuestras noches en un auto, ya no son más un desquicio de una alocada juventud, una aventura campirana o un simple acto de extrañeza, sino que ahora, conocemos a varios que lo ha hecho porque así tenía que ser… claro, si querían evitar el ‘patín’.

Así es como hemos llegado al punto de normalizar el problema y de entender las afectacion­es, y donde hemos entendido que ‘bidón’ ha pasado de ser una palabra bonita, coqueta y bien hecha, pero insignific­ante, a un resquicio de esperanza.

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