CECILIA DURáN
Hay un viento nostálgico que recorre las calles y los callejones de nuestras ciudades que vuela a las montañas y traspasa fronteras. Este vendaval nos trae los ecos de mensajes pasados que hoy escuchamos cada vez más seguido y con mayor fuerza. Fíjense si no, hay un ventarrón que busca apropiarse de los valores morales, que enarbolan el deber ser social y que nos dictan las formas de comportamiento.
Estas voces propagan las políticas de los años cincuenta, en las que el matrimonio entre hombre y mujer se constituía como la piedra angular de la sociedad; en donde la familia tenía que seguir ciertos parámetros culturales de decencia y autoridad para convivir en santa paz en comunidad. Fue así como la generación de los ‘baby boomers’ o los hijos de la posguerra florecieron con la felicidad de no haber vivido los hechos atroces de la beligerancia mundial. A ellos ya no les tocó estar en el frente de batalla ni perder a un amigo ni resultar mutilados ni regresar impedidos o escuchando voces inexistentes.
Esos fueron los valores que reinventaron la Historia de la Humanidad en la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, pronto nos dimos cuenta que las cosas no eran tan sencillas ni se pintaban color de rosas. De repente, descubrimos que cada vez es más difícil emanciparse, que los que lograron casarse no se vacunaron en contra del desempleo o de la pérdida de valor adquisitivo, que la cotidianidad en pareja cambia conforme pasa el tiempo y la tolerancia se vuelve escasa y la convivencia es dura. Vimos parejas rotas, familias separadas, migración y una distribución del ingreso rampantemente desigual.
Entonces, los valores fueron cambiando. Las mujeres tuvimos éxito profesional, salimos de casa, los hombres empezaron a participar de las labores domésticas, los hijos empezaron a decidir que a lo mejor casarse no era la mejor opción y el amasiato era una posibilidad que les gustaba, las personas se atrevieron a expresar abiertamente lo que les gusta y lo que no. Además, la diversidad atrapó a cupido: los amores entre segmentos antes impensados fueron una realidad. Después de que se abrió la puerta del clóset, la sociedad empezó a generar otro tipo de piedras angulares: parejas interraciales, las del mismo género, las familias uniparentales, personas que han decidido que tener una mascota es preferible a tener hijos, a padres con hijos en edad de merecer que siguen resguardados en su habitación de toda la vida —eternos adolescentes a los que no se les ve intención de dejar el nido familiar— y todas las combinaciones que cualquier par de números factoriales nos puedan dar como resultado. Todo lo que se ocurra entra en este mosaico de posibilidades, lo sabemos.
El mundo cambia y a estos vientos nostálgicos les gustaría seguir viendo a familias que se reúnen a comer en torno a la mesa, a niños que son cuidados por sus progenitores, a muchachos respetuosos que entienden de reglas de urbanidad, a jóvenes que se emancipan con mayor facilidad, abuelos independientes que son quienes toma la batuta de sus decisiones, a gente próspera que le va bien, en fin, que la vida fluyera con la misma facilidad con la que lo hacía anteriormente. Y, por supuesto, las personas que vivieron en estos gloriosos años cincuentas suspirarán y moverán la cabeza asintiendo; algunos jóvenes se morderán las uñas, se les pondrá la piel de gallina y elevarán el puño a favor de los cambios que ha tenido el mundo en favor de la diversidad.
Sin embargo, son estos jóvenes que aman la libertad, la inclusión, la pluralidad, la ecología, el veganismo, la limpieza de los océanos, el cuidado de la huella de carbono son los que están votando por ‘baby boomers’, ahí están Donald Trump, Theresa May, Andrés Manuel López Obrador. Son líderes que se inspiran en el sueño al que su generación se sujeto con desesperación después de la Segunda Guerra Mundial. Son personajes que ven al mundo como un terreno polarizado entre los de aquí y los de allá, los de izquierda y los de derecha, los míos y los adversarios: los buenos y los malos. Y, no entiendo como una generación que arropa valores tan divergentes apoya a los que piensan totalmente al revés.
Desgraciadamente, es muy fácil vender el odio y todavía es más fácil provocar fracturas. Agitar un panal lleno de avispas puede parecer muy divertido, pero ese zumbido que está provocando es una señal de alerta. Los códigos de ética y moralidad son buenos referentes siempre, eso no debe asombrar a nadie. Lo que me sorprende es que en medio de este ventarrón conservadurista nos estemos sintiendo tan liberales.