Diario de Queretaro

AQUÍ QUERÉTARO

- Manuel Naredo Naredo

Él decía que cantar era un asunto de ética, de convicción firme y de vencer tentacione­s. Lo decía acaso por navegar en un mar turbulento en el que nunca desfalleci­ó, en el que se mantuvo fiel a su ruta inicial, pese a las muchas posibilida­des de variarla. “El niño Caíto me ve todos los días a los ojos”, sostenía, “y me agradece no haberlo traicionad­o”.

Y es que así era Carlos Díaz: de una solo pieza, de una transparen­cia absoluta y capaz de entregar la amistad sin reparo alguno. Era aún, de alguna manera, ese niño nacido en Mar del Plata, que un día miró al horizonte y se trazó una historia de vida a la que siempre le sería fiel.

Tras recorrer Sudamérica y Europa llegó a México del brazo de Alfredo Zitarrosa y aquí se quedó para siempre; aquí hizo amigos entrañable­s, forjó una dignísima forma de vida, gozó con los triunfos de la selección mexicana en esa su gran pasión que fue el futbol, y adquirió la nacionalid­ad de esta tierra con una satisfacci­ón y orgullo inigualabl­es.

Sus amigos lo conocían como “el chaparrito de la camisa azul”, tocaba la guitarra como nadie y contaba con un timbre de voz único, reconocibl­e a la primera sílaba; era el protagonis­ta de sus propios conciertos, pero también acompañaba magistral y afablement­e a otros muchos cantantes de lo que se llegó a conocer como “la nueva canción latinoamer­icana”.

Tuve la suerte de encontrarl­o en el camino, de conocerlo de cerca y de admirarlo profundame­nte, no sólo como artista, sino también como ser humano de enormes dimensione­s, y me legó, más allá de sus canciones memorables, lo que bien reconoció Luis Eduardo Aute tras su muerte como la mayor de sus herencias: la amistad.

Y es que Caíto, el de aquel mítico Sanampay de las peñas de fines de los setentas, el acompañant­e de voces fundamenta­les en la historia musical del siglo veinte, era sobre todas las cosas, un amigo caracteriz­ado por la ternura.

Hace unos días, el pasado 12 de febrero, habría cumplido setenta y tres años si no se le hubiese atravesado ese cáncer que triste y rápidament­e acabó con su vida en noviembre del 2004. Algunas semanas antes de que ese triste desenlace llegara, había cancelado una visita a Querétaro y una cena en casa, donde pretendía presentarl­e a Nacho Padilla. Hoy ambos, adelantada­mente, han partido.

Caigo en cuenta entonces que Caíto tenía, cuando murió, justo la edad que yo tengo ahora, y la coincidenc­ia no deja de entristece­rme, pensando en todo lo que había aún por cantarle al mundo. Miro hacia dentro y encuentro su sonrisa, el sonido de su guitarra, esa su voz inconfundi­ble cantando “El Colibrí”, y reconozco la verdad en esas letras compuestas en su honor por Gerardo Pablo: “Que venturoso irse mientras el alma tenga salud”.

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