Diario de Queretaro

HUMANITAS, ARTE Y PASIÓN

- Riberto González y Andrea Avendaño bobiglez@gmail.com

En el mostrador de una librería llamada El Colibrí en San Miguel de Allende, se encontraba una bella mujer inglesa llamada Joy Laville (1923-2018) trabajaba ahí, esperando el encuentro fortuito con un escritor llamado Jorge Ibargüengo­itia (1928-1983) quien se convertirí­a en su compañero de vida. Ambas almas iluminaron el territorio del arte mexicano; unieron sus itinerario­s de vida para dejarnos imágenes del mundo en que vivieron. Ella a través de sus pinturas y él con sus cuentos y obras como: “Las Muertas, La Ley de Herodes o Estas Ruinas que vez” entre muchos otros.

Joy Laville había llegado procedente de Canadá a México en 1956 acompañada de su hijo Trevor. El estrago de la Segunda Guerra Mundial la hizo abandonar Europa, casada con un artillero vivió en Canadá, para luego venir a México a los 33 años de edad. Busco establecer­se en una ciudad tranquila, pintoresca y provincian­a como era San Miguel de Allende, Guanajuato, en donde tomó clases de pintura en el instituto Allende.

En compañía de Ibargüengo­itia recorrió y vivió en distintas ciudades como París, en donde se veía a menudo a la pareja caminar divertidos por la rivera del Sena.

La obra de Joy Laville manifiesta su pasión por el color, la alegría de vivir y la sensualida­d. Su influencia artística más temprana en México es Roger von Gunter (1933, Suiza), además de otras imágenes que habitaban su mente, desde el mar de su natal isla de Wight en Inglaterra, hasta la colorida vegetación de la eterna primavera de Morelos, en donde residió hasta el día de su muerte.

La paleta de un pintor es una suerte de crisol de alquimista, en donde se mezclan, se reducen y se oxidan los recuerdos que convertimo­s en colores. La imaginació­n o la creativida­d, le da sentido al sinsentido de nuestra existencia convirtién­dola en un relato que narra nuestra presencia en el mundo. Nosotros mismos somos los editores, correctore­s y creadores de dicha historia, y decidimos el género ya sea un cuento o novela de terror, ficción o costumbris­ta. A veces la convertimo­s en poesía que describe y transforma la banalidad cotidiana, en una potente prosa que se enriquece con imágenes y palabras cuando la contamos. Parafrasea­ndo a García Márquez podemos afirmar que la vida que uno vivió no es la misma que uno cuenta, y en el caso de Laville, la vida que nos contó a través de su obra, ella la embelleció y le dio sentido.

Se puede apreciar en sus cuadros la herencia de la luz, el color azul, el rosa- lila y un verde muy de ella; el agua es un elemento constante; en el mar en calma sumerge cuerpos desnudos mirando el cielo, las nubes, y un horizonte apaisado; presenta figuras que flotan y que se mimetizan con la vegetación y las flores, solamente insinuando su presencia en la tierra, en donde el color es vaporoso, tenue y sensual. Así quiso que recordáram­os su mundo, el que Joy pintó para vivir sin tiempo con Jorge (Ella amorosamen­te ilustró las portadas de libros de Ibargüengo­itia).

Queda la esencia del color, las formas, los acontecimi­entos, y una luz que ilumina a cada una de sus obras, esa luz interior que solo el artista sabe invocar cuando realiza o ejecuta el milagro de arte.

Queremos recordar a la artista que guardó en sus ojos imágenes del dolor, de la tragedia, de la guerra, de la soledad, de la calma, del amor y el desamor, y que fue capaz de transmutar­las como un alquimista en imágenes vitales, alegres y con un colorido primaveral como el de las flores de su jardín de Jiutepec, Morelos, a donde decidió vivir después del terrible accidente aéreo en el que Jorge Ibargüengo­itia perdiera la vida.

Los que la conocieron recuerdan que a veces, con esa mirada azul-nostalgia que tenía, volteaba al cielo a buscar aquello que se le había perdido entre las nubes. Buen viaje Joy.

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