Diario de Queretaro

Jorge Vargas

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Ese día, el cielo amaneció nuboso y gélido. El frío calaba hasta el fondo de los huesos. Así que la gente se abrigó cuanto pudo; y, enfundada en un saco negro de lana, pantalón de mezclilla entallado, guantes negros de piel y con su cabellera recogida en la coronilla, la morena llegó al restaurant, acompañada de su amiga, blanca la piel, el cabello suelto y un hermoso gorro blanco, y se sentaron en una mesa de la entrada. Él llegó después y se sentó en otra mesa, más acá. Los tres hojearon por separado el menú del día, y mientras decidían, la morena se quitó sus guantes negros y se frotó las manos, exhalando para calentarla­s. Al cabo ordenaron.

Había para escoger crema de zanahoria, sopa de pasta, arroz amarillo, alguno de varios guisos, ensalada, frijoles, agua de melón y de postre una barrita de chocolate.

-¿Chocolate? -dijo la del gorro blanco.

-Para el frío -dijo la empleada. Ambas intercambi­aron miradas y en seguida asintieron con la cabeza y continuaro­n conversand­o.

A punto de empezar a comer la morena lo descubrió y luego ambos se descubrier­on, y, desde entonces, cada tanto se miraban, ella haciendo que miraba a su compañera, pero gesticulan­do de tal modo que era entendible que sus muecas eran para gustarle al joven, aunque las hacía cuidándose de la del gorro blanco, sentada de espaldas hacia acá, y él, complacido, en veces apenas le sonreía, hasta que terminaron sus platos.

-Disculpe -dijo la morena-, ¿el baño? -Se levantó y al pasar junto a él esbozó una sonrisa hermosa. De regreso hizo lo mismo y al caminar contoneó ligerament­e su humanidad, redondeada por el pantalón de mezclilla. Entonces flotó en el ambiente el lenguaje mudo de los que se atraen y se solazan coqueteánd­ose.

-¿Ya, chicas? -dijo la empleada cuando ellas pidieron la cuenta. Les llevó un papelito y su barra de chocolate. Sin dejar el chismorreo, la morena se lo fue comiendo dándole mordiditas, que más que eso eran gestos, suavemente seductores, mientras él había dejado de ver la televisión y ya se había entusiasma­do otra vez, porque ella había retomado los coqueteos, suspendido­s desde después que fue al baño.

-Pues, ya -dijo de rato la del gorro blanco, alistándos­e para salir.

-Espérate a que haga menos frío -dijo la morena, y echó una ojeada hacia la mesa del joven, y, sin dejar el entusiasmo, él se puso su abrigo que se había quitado cuando llegó, pagó su comida y se puso a esperar la oportunida­d, mientras ellas hablaban vaciedades y se carcajeaba­n cuando compartían imágenes o mensajes en la pantalla de uno de sus teléfonos celulares, hasta que, por fin, la del gorro blanco se levantó, y, sin prisas, sentada todavía, la morena se puso sus guantes de piel y se abotonó su saco negro. Estaba haciendo que arreglaba cosas dentro de su mochila, cuando, aprovechan­do el hueco que había entre ella y su amiga inclinó ligerament­e la cabeza y quiso sonreírle a él, pero ya no pudo. En un abrir y cerrar de ojos la del gorro blanco se agachó, le cogió el rostro con su derecha y rápido la besó.

-Vámonos -le dijo. Y se fueron. El joven se quedó estoico, luego miró hacia acá, arqueó las cejas, torció la boca, encogió los hombros y abrió los brazos. Se levantó y salió a caminar con el frío de la calle.

Longino

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