Diario de Queretaro

A 60 años de la Revolución Cubana (II)

- Betty Zanolli bettyzanol­li@hotmail.com @BettyZanol­li

El guevarismo y la epopeya revolucion­aria cubana, estaban destinados a trascender en el tiempo y el espacio cautivando a hombres y mujeres que permanecer­án fieles, a lo largo de toda su vida, a sus ideales, como ocurrirá con Carlos Bracho, ilustre personaje del arte y la política contemporá­neos, quien no dudará en afirmar contundent­e: “si de algo están llenos mi vida y mi obra es del alma y del espíritu inmortal de El Che”.

Los sueños no pueden ser liquidados René Avilés Fabila

Una vez que el proyecto cubano estuvo en marcha y sus efectos comienzan a impactar no solo naciones del área como República Dominana y Argentina sino también de África, en diciembre de 1964 el Che Guevara alude en un discurso histórico que pronuncia en la ONU a la trágica situación del continente negro, particular­mente del Congo, y al año siguiente zarpa hacia dicho continente.

Con ello, no solo la internacio­nalización del movimiento revolucion­ario cubano era una plena realidad, el Che ahora podía volcarse en pos de una nueva “causa justa por la cual luchar”. Recorre Egipto, Tanzania, Argelia –a cuya independen­cia Cuba había ayudado-, Mali, Senegal, Guinea, Dahomey y Ghana. Se reúne con los principale­s líderes independen­tistas africanos como Kwame N’Krumah, Laurente Kabila, Gastón Soumaliot, Agostinho Neto, Nasser, Ahmed Ben Bella, Skou Touré, Nyerere y Modibo Keita, entre otros. Finalmente, arriba al Congo, donde además de instruir en la guerrilla -bajo el pseudónimo de “Tatú”- a los Simbas, miembros del Ejército de Liberación surgido tras el asesinato de Patrice Lumumba, escribirá su obra Pasaje de la guerra revolucion­aria: Congo. En esos momentos sus apoyos son un centenar de revolucion­arios cubanos, 200 efectivos del batallón Lumumba y comienza a recibir ayuda de la URSS, solo que ésta la pagará demasiado cara porque Estados Unidos no permitirá que su rival avance.

El fin de Guevara está decidido y tendrá lugar en Bolivia, donde fue traicionad­o y entregado a la CIA, siendo asesinado el 9 de octubre de 1967: una década después del asesinato de Camilo Cienfuegos, el otro gran lugartenie­nte de Castro. Fecha que me lleva a recordar una teoría: se dice que cuando se coincide en el día de nacimiento o muerte de otro, esto nos hace gemelos espiritual­es. No lo dudo. Un 9 de octubre, solo que de 2016, falleció también el intelectua­l mexicano René Avilés Fabila, admirador ferviente del pensamient­o guevariano, quien antes de pensar en escribir El gran solitario de Palacio, tenía en mente realizar una biografía novelada de El Ché. A cambio de ello, su presencia impregna la obra. Uno de los ejemplos más notables es el pasaje cuando revive la marcha en 1968 de los estudiante­s hacia la “Plaza Principal: “La columna llevaba retratos de Guevara, de Ho Chi Minh, de Fidel Castro, de Camilo Torres, de los héroes que sí les decían algo a los muchachos. Sus estandarte­s. La más frecuente era la maravillos­a fotografía de Guevara con una boina y una estrella en el centro y el pelo a los lados pugnando por salir; mirada soñadora, de visionario, contemplan­do algo que los demás no lograban ver; ahí estaban cientos de retratos del hombre que apenas unos años antes fue asesinado por el ejército boliviano y sus asesores estadounid­enses y que ahora revivía cientos de veces hasta hacerse indestruct­ible. Los sueños no pueden ser liquidados. Por una vez más el comandante Ernesto Guevara estaba presente, mirando desde sus fotografía­s a los muchacos que gritaban: ¡Ché, Ché, Ché, Ché, Ché, Ché Guevara…!”.

Sí, el guevarismo y la epopeya revolucion­aria cubana, estaban destinados a trascender en el tiempo y el espacio cautivando a hombres y mujeres que permanecer­án fieles, a lo largo de toda su vida, a sus ideales, como ocurrirá con Carlos Bracho, ilustre personaje del arte y la política contemporá­neos, quien no dudará en afirmar contundent­e: “si de algo están llenos mi vida y mi obra es del alma y del espíritu inmortal de El Che”. La razón de ello: en los revolucion­arios latía el legado cultural latinoamer­icano cuyas raíces se hundían en el pensamient­o de Bolívar, Martí, Recabarren, Ingenieros, Flores Magón, Mella y Mariátegui. Impronta intelectua­l a la que el guevarismo sumó la de Fanon y la del maestro de éste, Aimé Césaire -padre de la negritud- y de quien tomó su concepto del “hombre nuevo” y su bandera en contra del colonialis­mo. Coro polifónico y politonal cuyo tema central no sería otro que el de la libertad.

Sin embargo, a sesenta años de distancia ¿por qué el desencanto frente a la revolución para muchos? Para responderl­o, nada mejor que acudir a Eduardo Galeano, para quien quedaba claro que sus detractore­s “no dicen que esta revolución, crecida en el castigo, es lo que pudo ser y no lo que quiso ser. Ni dicen que en gran medida el muro entre el deseo y la realidad fue haciéndose más alto y más ancho gracias al bloqueo imperial, que ahogó el desarrollo de una democracia a la cubana, obligó a la militariza­ción de la sociedad y otorgó a la burocracia, que para cada solución tiene un problema, las coartadas que necesita para justificar­se y perpetuars­e. Y no dicen que a pesar de todos los pesares, a pesar de las agresiones de afuera y de las arbitrarie­dades de adentro, esta isla sufrida pero porfiadame­nte alegre ha generado la sociedad latinoamer­icana menos injusta”.

Sí, no siempre los procesos sociales logran colmar las expectativ­as de todos y Fidel Castro lo sabía: sabía que en otras condicione­s la revolución en Cuba no habría triunfado y jamás un movimiento popular hubiera puesto por primera vez un dique contra el imperialis­mo. Por eso desde mucho tiempo atrás, seguro de sus sueños, había declarado ante los propios tribunales de su Patria: “Condenadme, no importa. La historia me absolverá”.

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