DOMINGO SIETE
Celebro los artículos de Alfonso Franco Tiscareño “Roma = Amor, los tesoros de Cuarón” que se publicaron en las semanas precedentes aquí en BARROCO, para comentar las razones del entusiasmo provocado por la película de Alfonso Cuarón que hace ocho días, precisamente, obtuvo dos Globos de Oro.
Desde el punto de vista del suplemento es curioso pensar que, siendo uno de los pocos reductos periodísticos en los que se habla de cultura, en sus páginas no haya una columna dedicada al cine, al buen cine. La filmografía comercial siempre merece atención propagandística, sin embargo, para servir a las campañas publicitarias de las empresas productoras, la atención se ocupa de asuntos que poco o nada tienen que ver con la estética, por lo cual resulta indispensable encontrar un comentarista de buen cine, pues el buen cine suele pasar sin pena ni gloria.
Se proyecta buen cine en el Rosalío Solano, en el Museo de la Ciudad, en el Gómez Morín, en las Universidades, en Alianza Francesa, y de todas esas proyecciones apenas se publica la información, de tal manera que tales eventos suceden casi en la clandestinidad, lo cual repercute en la orfandad de opiniones que repercutirían en lo que desde hace algunos años ha dado en llamarse “formación del público”.
En fin, antes de que se agote el espacio concedido diré lo que aún tengo que decir de “Roma”, pues, a este su seguro servidor como a Franco Tiscareño, le fue necesario contar con dos entregas para más a menos escribir lo que se considera necesario. En la entrevista con Fernanda Solórzano publicada en Letras Libres Alfonso Cuarón dice que él “quería que [la película] fuera casi como un caleidoscopio” y Luis Tovar en su columna Cinexcusas, que aparece en el suplemento del periódico la Jornada, escribe que, efectivamente, “[‘Roma’ está] conformada por fragmentos que dan la impresión de un
no desprovisto de coherencia, esa es la estructura narrativa que rige el filme entero…”
El director logra su cometido con una economía de secuencias muy elocuentes que, a la par que le dan a la película buen ritmo, entrega a los espectadores una rica narración en la que tenemos que trabajar hasta llegar a la lectura propuesta, o más allá; no porque a las secuencias les falte algo sino porque son tan ricas, y se proyectan en tan poco tiempo, que el efecto poético de ninguna manera resulta explícito.
Julieta Márquez me hacía notar que, por ejemplo, en aquel domingo libre, cuando las dos sirvientas con sus respectivos galanes comen en una tortería, a la hora de salir Fermín regresa para abrevar su sed en la botella de refresco que dejó Cleo en la mesa. Esa toma es suficiente para retratar la condición social del joven pretendiente. Pero en la película no solamente hay economía, también contiene muchas sutilezas arrebatadoras. Recuérdese lo siguiente: Cleo requiere atención médica inmediata ante la inminencia del parto; acompañada de la Abuela van al Seguro en donde las atiende con muy buenas maneras una doctora, amiga de la familia de la patrona, familia que encabeza un médico, profesión de la cual, probablemente, derivó la amistad. Pues bien: en esos tiempos circulaba un dicho: “Fuiste al ISSSTE, moriste”, dicho que en la película se puede escuchar por contraste (aunque en el filme se trate del IMSS), pues sin la amistad con la doctora larga, larguísima hubiese sido la espera.
En distintos medios el autor ha señalado que el guión, prácticamente, se fue haciendo solo, incentivado por la inmersión que lograba en su memoria. Dura la tarea y envidiable porque la traicionera memoria, a la par que filtra mucha información, nos va dejando la impronta de la experiencia que va formando la personalidad. Pero no solamente eso, en la película hay un niño que sueña hacia el futuro. “Cuando yo era grande”, dice, y nos proyecta a una época que está muy por delante de sus vivencias pero que los espectadores vemos desde muy atrás en su memoria.
La frase remite al título de la novela de Elena Garro “Los Recuerdos del Porvenir”, título que ella tomó de una pulquería que ostentaba tal nombre, y también remite a la primera frase de “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez, en la que se lee: “Treinta años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Buendía habría de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (cito de memoria y ofrezco disculpas por la inexactitud), la venturosa frase traza una línea que se dirige hacia adelante y regresa a un atrás que advierte las dimensiones memoriosas de la novela.
Algo similar sucede con las frases del niño-personaje, que probablemente sea el mismo director; en todo caso, ante el talento de Cuarón lo único que resta es sacarse el sombrero aunque el viento nos congele la cholla.