Diario de Queretaro

El presidente

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Al presidente le gustaba dibujar, y era buen dibujante; le gustaba escribir, y escribió sus memorias; le gustaba hacer ejercicio, y tenía una figura atlética; le gustaba la oratoria, y en veces mezclaba el discurso político con palabras o figuras poéticas.

Le gustaba manejar los hilos del poder, según convenía, como la vez en que, reunido con los mejores caricaturi­stas del país se dejó que le pusieran la capucha del tapado, que era el mote como se nombraba al candidato presidenci­al antes de saber quién era el sucesor del gobernante en turno. Y además le gustaba comer bien, de modo que a donde iba le preparaban platillos tradiciona­les que le encantaban y degustaba a plenitud.

Antes de llegar a las alturas del poder vino al estado haciendo proselitis­mo. Lo llevaron a la serranía, le sirvieron acamayas, y tanto las disfrutó, que duplicó la ración. Sucedió lo mismo en otro tiempo, en la ciudad de Monterrey, donde el cabrito fue preparado por uno de los cocineros con mejor sazón. También ahí le sirvieron dos órdenes.

Su porte de atleta lo llegó a presumir frente a los fotógrafos de la prensa: sujetándos­e del pasa-manos de la escalinata, de un solo brinco bajó del helicópter­o.

Ni qué decir de su oratoria. Celebraba su partido medio siglo de vida. En la Plaza de la Constituci­ón dijo: “Llega el partido a sus macizos cincuenta años”.

Uno de los días de gloria, cuando su poder de presidente estaba en el clímax, reunió a todos los gobernador­es y a los presidente­s de los poderes de la Unión en Querétaro. Dijo entonces: “La república está reunida”.

Luego, cuando en el horizonte político empezó a dibujarse el final y, tal vez, él empezó a sentir el frío de la orfandad política, en la más alta tribuna de la patria pidió perdón por no haber sido capaz de cumplirle a los más desposeído­s, afirmó que como un perro defendería el peso, exclamó que ya no nos volverían a saquear, y en el colofón de su drama, bien representa­da por sí, lloró.

Antes de las lágrimas, precisamen­te cuando la república estaba reunida, y mientras se sucedían los discursos, el presidente deslizaba su lápiz sobre un papel. De reojo el gobernador lo observaba.

Cuando terminó el evento, el gobernante estatal guardó con celo las hojas donde había trabajado el mandatario federal.

Unos días después, en la oficina presidenci­al de Los Pinos, el jefe del Ejecutivo local le entregó las hojas, bien enmarcadas: eran los dibujos que había hecho en aquella reunión. Se trataba de hermosos caballos, trotando. Y estaban tan bien logrados que cualquiera podría afirmar que habían sido dibujados por un artista pero no por el presidente, a quien hasta entonces se le conocían algunas de sus virtudes y algunas de sus debilidade­s como el gusto que tenía por las mujeres, aunque algunas anécdotas fueron obra de la maledicenc­ia.

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