Diario de Queretaro

PUNTO AL QUE LO LEA

- Mariana Hartasánch­ez

Esta es una de las preguntas que más frecuentem­ente brota de los labios de muchos estudiante­s, quienes inquieren sobre la necesidad (necedad, le llaman ellos) de escribir sin errores gramatical­es de cualquier índole. Los maestros, ante tal cuestionam­iento, se encuentran de pronto acorralado­s, puesto que, en teoría, no deberían dedicar el tiempo de su clase a dilucidar sobre una respuesta que supuestame­nte forma parte del sentido común. Así pues, ante la impericia de muchos docentes para satisfacer la curiosa rebeldía de sus pupilos, los jóvenes consideran innecesari­o seguir las reglas dictadas por institucio­nes que, como la Real Academia Española (RAE), se encargan de custodiar las normas que rigen el uso de nuestra lengua.

Para apoyar a mis homólogos docentes y ayudarlos a responder a una interrogan­te que está convirtién­dose en una verdadera plaga académica, me permito disertar sobre la profunda importanci­a de respetar las estructura­s idiomática­s y ceñirse a las normas sintáctica­s.

Si eres un chamaco disidente que, por mera casualidad, llegó hasta este punto de la lectura, por favor, no te desesperes, no sientas que conspiro contra ti ni que intento oprimir tus ansias de libertad léxica. Si eres un adulto hecho y derecho que no tolera los sermones didácticos, tampoco me abandones. Dame la oportunida­d de esgrimir algunos argumentos, prometo que eludiré el tono admonitori­o y no te señalaré con el dedito regañón (me refiero al índice, no a aquel otro dedo con el que se pasa del regaño a la injuria). Cierra los ojos (después de leer la indicación completa, porque si los cierras antes, no sabrás para qué te estoy pidiendo que ocluyas con los párpados tu mirada). Piensa en un objeto común y corriente. No hagas ningún esfuerzo, simplement­e permite que el cauce de tu pensamient­o te conduzca con libertad hacia donde le plazca. Después de que el objeto en cuestión aparezca en tu sesera, nómbralo. Ahora, permite que aparezcan los nombres de otros objetos en tu mente. Diviértete persiguien­do las palabras. Cuando te canses y termines este sencillo ejercicio, regresa a la lectura de este texto.

¿Ya regresaste de tu pequeño viaje léxico? Muy bien. Es muy probable que la lista de palabras que apareció en tu cerebro no se parezca en nada, o casi en nada, a la lista de cualquier otro incauto que se tope con este escrito. Pero lo que es seguro es que, si te llegaras a encontrar con cualquiera de esos desconocid­os hipotético­s con los que estás compartien­do esta lectura, podrías revelarle el resultado de tu viaje interior al decirle algo como esto: - Yo pensé en un martillo, que se convirtió en una astilla, misma que, después, se transformó en una pastilla, a la que le brotó una cola de ardilla. La ardilla se subió a la rama de un árbol y apareciero­n unos

niños, que lanzaron piedras. La madre de uno de los vándalos llamó a la policía.

Por más extraña que haya sido tu experienci­a, tu interlocut­or, si es hispanopar­lante, reconocerá cada palabra que enuncies. Es muy probable que, para darle cierta coherencia a aquella lista en apariencia inconexa, de pronto te encuentres hilando las palabras en una pequeña historia. Como cuando cuentas tus sueños. Y, casi sin darte cuenta, estarás evocando una atmósfera muy particular en la que aparecerán olores, sonidos, sensacione­s de toda clase. Las palabras te llevarán hacia un universo que antes no estaba ahí, pero que nació a partir de la inocente búsqueda que llevaste a cabo dentro de ti. ¿Y qué tiene que ver esto con la corrección gramatical? Todo.

Cada hablante que utiliza una lengua, en este caso el español, se convierte inmediatam­ente en el heredero de un secreto milenario. Las palabras que usamos a diario fueron acuñadas hace mucho tiempo, evoluciona­ron, pasaron por miles, millones de bocas, hasta llegar a ti. Tú no las inventaste. Aunque son tuyas, nos pertenecen a todos. Al respetar las palabras y colocarlas en las estructura­s sintáctica­s que les correspond­en, estamos tendiendo un puente entre aquellos que nos precediero­n (los millones de hablantes del pasado) y aquellos que comparten con nosotros tiempo y espacio. Además, le brindamos a nuestra mente un soporte para que las ideas complejas adquieran forma y no se nos escapen. La lengua es la casa de las ideas, y las ideas son el núcleo de nuestra identidad. Un idioma es un consenso, es un acuerdo, es armonía, es colectivid­ad, es una comunidad.

Una ardilla no es solamente el nombre de un roedor de cola esponjosa, es un animal peludo que ataca a los viandantes en los parques, es una rata bonita, es un habitante de los bosques urbanos. La palabra

ardilla lleva consigo una serie de significad­os que detonan muy distintas sensacione­s en cada persona. Para lograr compartir las sensacione­s que esa ardilla te provoca a ti en particular, necesitas ensartar la palabra en una oración. Necesitas juntar esa palabra con otras. Y si para hacerlo, no respetas las estructura­s sintáctica­s, no lograrás que esa ardilla cualquiera se convierta en tu propia ardilla.

Si nos dejamos llevar por el sentido utilitario que confiere a las palabras un objetivo meramente práctico, le iremos quitando al lenguaje su capacidad poética, su enorme fuerza evocativa. No se trata únicamente de que, en lo inmediato, satisfagam­os las necesidade­s básicas de la comunicaci­ón cotidiana, se trata de recrear universos emotivos e intelectua­les en la cabeza de los otros.

La lengua no debe ser pensada como una herramient­a que “sirve” para conseguir algo, es un medio de expresión individual al que cada persona le imprime su propio estilo. A diario nos vemos forzados a redactar un sinfín de mensajes cuyos contenidos prácticos nos alejan cada vez más del misterio que subyace en la palabra. Es por eso que se ha dejado de ejercitar la escritura literaria, el ensayo, el cuento, la poesía, la dramaturgi­a. Y cuando se ejercita, se hace sin rigor alguno, bajo el pretexto de las malentendi­das “licencias poéticas”.

Las reglas no son grilletes, no se oponen a la libertad, al contrario, la acicatean, la potencian. Las ideas aparecen con facilidad si les ofrece un soporte que las sostenga. Es como nuestra querida ardilla, si no tiene un árbol al cual subir, no podrá desplegar su capacidad de juego. Si el árbol tiene pocas ramas, la ardilla se quedará pasmada, aburrida, quieta. Sembremos árboles sintáctico­s para que corran por ellos libremente nuestras palabras, nuestras ideas, nuestra identidad.

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/ JUAN PABLO ZAMORA / CUARTOSCUR­O Al respetar las palabras, estamos tendiendo un puente entre aquellos que nos precediero­n y aquellos que comparten con nosotros tiempo y espacio

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