Mitteleuropa: un laboratorio para el fin de los tiempos
No obstante cuando vociferaba en esos foros, que él llamaba conferencias, era aplaudido y reverenciado por un público en trance. Su gestual delirante, su aguda e incisiva diatriba contra los cimientos de la civilización occidental, le hicieron ser el epígono de esa Austria de fin de ciclo.
Yese temperamento incubó no pocos destinos poéticos: Rilke, el poeta por antonomasia, el fino cantor de los ángeles en la tierra; Paul Celán, el culpable y desgraciado poeta que dejó morir a sus padres por desidia a manos de los nazis y no pudiendo soportar tal carga se suicidó ahogándose en el mar, no sin antes dejar un poema memorable contra la barbarie.
Todos ellos eran la metáfora de la fascinación por el Danubio. Ese periplo espiritual que acaso prefiguraba la melancólica imagen del emperador de México Maximiliano de Habsburgo, hermano de aquél que tanto reverenció el gran Joseph Roth, Francisco José; sí, es el que fue fusilado en México en Querétaro, el del orgullo aristocrático y la esposa loca. La impronta de esa familia imperial por la tragedia; el uno que veía a un imperio hacerse pedazos, el otro que en Juárez vio a su verdugo por querer abolir la soberanía de una nación. Un recurso de las situaciones límite: Roth escribía, mientras que en el cuarto de junto su mujer Friedl Ritchtler deliraba presa de la esquizofrenia. Después desaparecía y él seguía escribiendo de manera febril, hasta que ella aparecía de nuevo bajo la lluvia con un abrigo y al verle se descubría para mostrarle que venía desnuda. Musil odiaba a Karl Kraus, que odiaba a todo el mundo a su vez, y que escribió una obra de teatro monumental llamada: Los últimos días de la humanidad. Musil, por su parte, dejó una obra inacabada, un portento literario llamado El hombre sin cualidades, que llegó sólo a cuatro tomos, donde se narra la vida de una ciudad condenada: la Kakania, que no es otra que Viena, y la historia de un hombre sumido en sus limitaciones y su impotencia ante la inutilidad de la acción: Ulrich. Franz Werfel, Hofamannstal, Artur Schnitzler, Heimito Von Doreder, Stephen Zweig, Elías Canetti, Karel Kapek, hombres marcados por la égida del emperador y por la fragmentación de un imperio más espiritual que real; más un destino que una historia, más una conciencia que una posibilidad.
“Los hombres llegan como sucesos y como sucesos desaparecen”, decía Roth en su primera novela El Hotel
Savoy. Este hotel que era un microcosmos, donde había jerarquías y era el sitio para los desterrados y fugitivos, donde un misterioso botones es el representante de Dios en la Tierra. Una metáfora de la casa que nunca tuvo, y la presencia ominosa del padre al que no conoció, como una de esas máscaras que utilizaba para inventarse biografías; a uno de sus interlocutores le decía una parte de su ficticia genealogía y a otro le decía lo contrario. Afirmaba que la patria del auténtico escritor es la lengua. Todos sus personajes eran extranjeros en su propia tierra. Se puede hablar en su escritura de un periodo ruso y un periodo francés. Pero en realidad, la suya era una summa del desarraigo, común en los escritores centroeuropeos de ese tiempo. La totalidad parece ser la palabra clave de estos titanes. Broch, con Los sonámbulos, una trilogía del desencanto, un tratado sobre la condición humana, una radiografía de la fantasmagoría. Así Esch o la anarquía, Pasenow o el realismo, Hugeneau o el romanticismo, son la saga que hace tabla rasa de la historia, porque contempla la fragilidad de los sistemas culturales y disecciona al individuo en su dimensión precaria. Testigos de las guerras y de la megalomanía de su propia patria, estos descastados por partida doble: judíos sujetos a los pogromos y escritores colocados en la periferia, revivieron de su circunstancia en estas obras que son, no más no menos, un recorrido por el Danubio y sus rincones, y que a Roth le dejaron esa frase en los márgenes: “Todos se equivocaron, incluso nosotros: nuestro amor es el único que no se equivoca”.