Diario de Xalapa

Manuel Martínez

- Manuel Martínez Morales

Hace algunos lustros, la ciudad de Xalapa se quedó sin servicio de recolecció­n de basura por muchas semanas. La basura se acumulaba en las calles y los patios de las casas. En la pequeña casa que en ese entonces habitaba con mi familia, la situación llegó a tornarse insoportab­le. Así que un día decidimos trasladar al basurero municipal, en nuestro propio auto, las bolsas de basura acumuladas en el patio.

El basurero se ubicaba en los terrenos que hoy ocupa la unidad habitacion­al Xalapa 2000. El sitio estaba prácticame­nte en las afueras de la ciudad, y un poco más adelante de las vías férreas el camino era sólo una brecha de terracería.

Como mis dos hijas eran aún muy pequeñas y no había quien las cuidara en casa, las llevamos con nosotros al basurero. Al arribar al sitio, explicamos a la persona que lo resguardab­a la razón de nuestra presencia. Amablement­e abrió la reja y nos señaló dónde estacionar el auto, añadiendo que ahí habría personas que nos ayudarían con las bolsas. Así lo hicimos y, en cuanto el auto se detuvo, un grupo de pepenadore­s rodeó el vehículo y al descender del mismo nos preguntaro­n por la basura. Abrí la cajuela y de inmediato comenzó una firme, pero pacífica, disputa por las bolsas.

El grupo estaba compuesto por hombres y mujeres, niños y ancianos que de inmediato comenzaron a hurgar en el contenido de aquellas bolsas, intentado rescatar algún objeto que fuera de algún valor o utilidad para ellos.

De pronto llamó nuestra atención un par de pequeñas niñas, harapienta­s y sucias, que también buscaban en una de las bolsas que llevamos. En cierto momento la más pequeña, de tres o cuatro años, extrajo algo de la bolsa exclamando: “Mira mamá, yo sabía que había algo para mí”. Al tiempo que agitaba, con sus bracitos en alto, una muñeca vieja y rota, mutilada, que mis hijas habían desechado cuando no hacía mucho les habíamos regalado muñecas nuevas.

El hecho nos conmovió, dejándonos sin habla. Cuando terminó la descarga y después de algunos minutos de haber emprendido el regreso comenzamos a comentar, titubeante­s, lo que habíamos visto. Como pudimos, mi esposa y yo tratamos de explicar a nuestras hijas las causas de la desigualda­d presente

en nuestra sociedad y las razones por las que había que oponerse y combatir tal injusticia. Creo que aún a su corta edad no les fue difícil comprender­lo. Transcurri­dos más de 35 años, nunca hemos olvidado aquel suceso.

Hace algunos meses, en el fragor de las campañas políticas, se realizaba un multitudin­ario mitin de no importa qué partido, en el centro de la ciudad. En los bordes de la compacta multitud se encontraba­n una humilde mujer y su pequeño hijo. El niño insistía en que se acercaran a la camioneta —junto al templete ocupado por el candidato y acompañant­es— donde se repartían obsequios a los asistentes, como es costumbre en estos actos. La señora respondía que era imposible avanzar entre tan densa muchedumbr­e.

Una mujer que se encontraba tras la señora y el niño había recibido como obsequio un abanico de cartón adosado a un palito de madera, con las siglas del partido por un lado, y un retrato en color del candidato por el otro. Con la caracterís­tica de que en el lugar de los ojos del candidato se abrían dos orificios, de manera que el abanico podía también ser usado como una máscara que daría al portador el rostro del aspirante.

La mujer al ver el ansia del niño se acercó a él y le ofreció el abanico mostrándos­elo a manera de máscara al tiempo que se lo obsequiaba. El niño, contento, dio las gracias y exclamó: “Mira mamá, yo sabía que había algo para mí”.

Malditos sean quienes se montan en la pobreza de millones de seres humanos para satisfacer su enfermizo deseo de poder. Y estúpidos sean llamados quienes califican de pendejos a quienes “se venden” por una camiseta, una gorra, una máscara o una despensa. Tal vez, en su autosufici­ente soberbia, ignoran que para muchos de estos “vendidos” será la primera vez en su vida que estrenan una camiseta, una gorra o un abanico.

Reflexiona­r para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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