Sócrates, el arte del buen vivir
Si uno de los modos
en que se ha entendido la filosofía es como una dirección para el mundo y la vida, entonces habría que tener en cuenta las enseñanzas de Sócrates para nuestra vida diaria.
Aaquél que el oráculo de Delfos había dicho que nadie era más sabio que él. El sabio del ágora, que habla ejerciendo una enorme fascinación no sólo sobre los jóvenes, sino también sobre los hombres de todas las edades, inquietando a toda Atenas. Es Sócrates esta especie de predicador laico, una de las personalidades más interesantes e inquietadoras de toda la filosofía del mundo antiguo.
Nuestro sabio fue hijo del escultor Sofronisco y de la comadrona Fenerete. Decía que su arte era, como el de su madre, una mayéutica, un arte de hacer parir la verdad. Toda fecundidad del pensamiento socrático está vuelto sobre el hombre, centrado en la problemática de lo humano. Por eso, para Sócrates la filosofía debía ser ante todo una investigación del hombre sobre sí mismo. Perseguía Sócrates el fin de comprender cómo debía comportarse el ser humano en situaciones cotidianas y en qué debía ocuparse; es decir, en analizar las concepciones axiológicas que determinan la vida de sus interlocutores, en cuanto que a Sócrates le interesaba sobre todo formar hombres de bien y buenos ciudadanos.
El diálogo socrático es un examen de la vida. Para Sócrates una vida que no se examina a sí misma es una vida que no merece vivirse. Es así que la conversación socrática aspira a llevar al hombre al bien verdadero, que constituye su verdadero interés.
Sócrates considera al hombre
desde el punto de vista de la interioridad. “Conócete a ti mismo”, dice nuestro filósofo. Pon a la luz tu interioridad. Y esto implica una capacidad de reflexividad, de crítica, de dominio de sí (o madurez) con el que el hombre se enriquece.
Sócrates centró definitivamente su interés por la problemática del hombre en el concepto de virtud, en griego se dice areté. Es virtud aquella actividad y modo de ser que perfecciona al hombre, haciéndolo ser aquello que debe ser. En consecuencia, la virtud del hombre no podrá ser más que su disposición última y radical, de acuerdo a su naturaleza, es decir, bueno, y lo necesario es que el hombre conozca su areté. En esto consiste, según Sócrates, el imperativo moral “conócete a ti mismo”: para que el hombre tome posesión de sí mismo.
Así, supo llegar al fondo del asunto como para reconocer —a pesar de hacer hincapié en su ignorancia— que era un sabio en esta materia: “Por la verdad, oh atenienses, y por ninguna otra razón me he ganado este nombre si no es a causa de una cierta sabiduría. ¿Y cuál es esta sabiduría? Tal sabiduría es precisamente la sabiduría humana (es decir, aquella que puede tener el hombre sobre el hombre): y con esta sabiduría es verdaderamente posible que yo sea sabio”.
Ahora bien, instalados en un mundo que se caracteriza por la eficacia de la ciencia y la técnica, el hombre cada vez más tiene una sensación de destierro y errancia. El mundo completamente determinado por el pensamiento de la dominación técnica que sólo responde a
criterios utilitaristas, ofusca y asfixia al hombre moderno. Por lo que, todo cuanto puede ser es objeto (o medible y cuantificable), por donde venimos a ser un objeto entre objetos (o medible y cuantificable como nuestros propios objetos). Y sólo tiene valor lo objetivo, por ello, en nuestro mundo tener es ser, parecer es verdad y gozar es felicidad. Pero esto ha traído un bajísimo concepto de hombre y de la vida humana en el presente. ¿Cómo escapar a esta atmósfera? ¿Cómo encontraremos un camino que nos permita liberarnos de este desasosiego?
Y es en estas circunstancias que las enseñanzas de Sócrates adquieren un valor sin igual. Por ende, la pregunta que llegados a este punto podríamos hacer es la siguiente: ¿Qué queda hoy de Sócrates? ¿Qué caracteriza en lo más profundo las enseñanzas socráticas y qué puede seguir sirviéndonos de inspiración? Las principales enseñanzas que nos legó son la de conocernos a nosotros mismos, porque en la medida en que sepamos quiénes somos (como hombres, pero también como sociedad) en esa misma medida sabremos a dónde queremos dirigirnos, la de dominio de sí para tomar decisiones ecuánimes en nuestras vidas, por ese autocontrol o serenidad que trae consigo el conocernos a nosotros mismos, la de tomar con humor las adversidades y no tener miedo, la de no quedarnos con lo superficial de las cosas, la de considerar las ideas de los otros.