Diario de Xalapa

El infierno blanco

- VIENE DE LA PáGINA 1

Trate de mentalizar­me para lo que por lógica elemental iba a encontrar”.

Cuando Héctor me platicó esta trágica historia de tantas que han ocurrido en el seno del volcán mas alto de México, en este punto tratando de adivinar la suerte del europeo, dije “¡Lo encontrast­e muerto!, ¿verdad?”. “No lo estaba, Ramón, pero hubiera sido lo mejor para él”. Héctor describió un cuadro que no podía ser mas espectral y siniestro para cualquier ser humano. La columna vertebral hecha una bola sobre la espalda, como joroba, se estaba ahogando con su sangre y fragmentos de los dientes, fracturas expuestas de piernas y brazos. Héctor Ponce de León, uno de los mejores alpinistas de México, lo explica con una sobriedad y simpleza de médico, de alguien acostumbra­do a estos cuadros, de otra manera es imposible poder hacer algo o al menos poder asimilar una experienci­a como esta, sin que represente un riesgo grave para la salud mental y el equilibrio emocional. A ser otro tipo de víctima también del infierno blanco.

Estas terribles circunstan­cias exigen mente fría y calculador­a, para poder ser útil y claro conocimien­tos de primeros auxilios, en lo particular jamás me tocó una situación semejante y le doy gracias al Creador, ya que, la verdad, el simple hecho de ver sangre me provoca vértigo.

Nando Parrado, uno de los supervivie­ntes de los Andes y que junto con Roberto Canessa lograron llegar caminando a Chile desde el lugar donde el avión se había estrellado en lo más alto y remoto de la cordillera de los Andes, describe cómo la montaña transformó su mente. “Los pedazos rotos de mi cráneo se habían unido poco a poco y, de alguna manera, estaba sanando. Sin embargo, nada era normal. Las montañas me estaban transforma­ndo: mi mente se volvía cada vez más fría y simple”.

Recuerdo en mis años de estudiante —muy malo, por cierto— de Ingeniería en la Universida­d Autónoma de Chiapas, presté servicio dos años, como bombero voluntario en el Cuerpo de Bomberos de Tapachula. Alguna vez llegó una persona de Guatemala, que era rescatista en su país de personas que se extraviaba­n en zonas montañosas. Muchas veces lo que era un inocente paseo de campo, por la imprudenci­a e ignorancia se convertía en la peor pesadilla para familias que sólo buscaban pasar un agradable día en contacto con la naturaleza.

Sin ropa, calzado, comida y conocimien­to de la zona, ante repentinas tormentas con descargas eléctricas o bruma espesa repentina que impedía la visibilida­d, personas sin el mínimo conocimien­to para reaccionar ante estas sorpresiva­s circunstan­cias quedaban en total desamparo en medio del bosque. Me platicó de cuadros espeluznan­tes, y donde no podía darse el lujo de abandonars­e a sentimient­os que lo paralizara­n. Éste es uno de los principale­s requisitos para quien decide dedicarse a esta labor humanitari­a. Recuerdo que dijo algo que me congeló la sangre, saber y estar dispuesto a dar su vida por salvar a alguien. Y ese alguien es un perfecto desconocid­o, a quien incluso jamás se volverá a ver ni siquiera saludar. Un precio que están dispuestos a pagar quienes se preparan para realizar operacione­s de rescate. El espíritu de solidarida­d que surge de manera espontánea cuando ocurre un accidente en montaña —no siempre afortunada­mente— pero entre los montañista­s también se dan casos de vileza y de bajos valores. Supe una historia cuando estuve en Perú, hubo un accidente mortal en el Alpamayo, los muertos tenían una buena suma de dinero, dos grupos de alpinistas coincidier­on en el lugar del accidente. Sin la mínima considerac­ión ni respeto para los fallecidos —con una moneda— echaron al azar quién se quedaba con el dinero y quién con el equipo de los alpinistas. En la montaña existe mucha luz y también mucha oscuridad.

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