Diario de Xalapa

Perder un hijo, el dolor más grande

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"De entre todos los dolores por la pérdida de un hijo, el dolor mayor es no saber dónde está, dónde quedó su cuerpo, dónde ir a rezarle y a llorar”.

Cuando abordé el taxi,

en la calle de Enríquez, en el corazón de Xalapa, la capital de Veracruz, lo primero que me llamó la atención del conductor fue su amabilidad, su porte y talante. Era un hombre güero, que parecía gringo, con bigote bien afeitado, ya con algunas canas, guayabera y brazos fuertes, como si de un señor de campo se tratara. Me dijo que se llamaba Joel.

Para romper el hielo e iniciar conversaci­ón le pregunté sobre un zapatito de bebé que destacaba, fijo inmóvil, en el tablero del vehículo. Esperaba por respuesta, quizá el recuerdo amoroso de un padre que vio crecer a su hijo y que con nostalgia, conservaba ese zapato en memoria de la infancia. No fue así.

Mientras llegábamos a las Avenidas Américas y Xalapa, noté cómo don Joel apretó el volante con fuerza y la reacción de los músculos de sus brazos, que como decía, parecían de un hombre que en su juventud había trabajado la tierra.

Me volteo a ver, pero ahora su mirada no era la del hombre alegre, interesado en la conversaci­ón con un extraño. No, su mirada era de tristeza, de dolor. —Era de mi hijo. Ya no está conmigo, falleció siendo apenas un bebé, me contestó a bocajarro, abrumándom­e, desarmándo­me, sin permitirme coordinar una palabra.

Cuando pisó el acelerador, para cruzar Américas, desperté de ese lapsus y le contesté con un lacónico “lo lamento, me da mucha pena”.

Don Joel no se inmutó, siguió manejando y empezó a contarme. “Sí, mire, ha sido lo más difícil que me ha pasado en la vida. Yo sé que esto puede ser común. A eso venimos, a morirnos, pero nadie piensa en eso

hasta que le toca con alguien cercano. Yo le puedo decir algo, no hay dolor más fuerte que el de la muerte de un hijo, pero este dolor no se compara cuando lo pierdes y no sabes a dónde ir a llorarle”.

Mientras llegábamos a la Avenida México, ya para entrar a la colonia Revolución, me volteó a ver y clavó su mirada en la mía, que lo seguía atento: “Sabe, yo no sabía que en Veracruz había tantas personas desapareci­das. Un día llevé a una señora que me contó todo lo que había hecho para encontrar a una de sus hijas. La verdad, le digo a usted de machines, me puse a llorar”.

“Yo he venido quejándome en la vida por esto que me pasó, pero cuando usted se entera de que en Veracruz hay casi 4 mil familias buscando a un hijo o hija desparecid­o, esto sí es otra cosa, un dolor de otra dimensión”.

“Esta señora me contó que pertenecía a un colectivo de familiares de desapareci­dos y que cada vez que encontraba­n una fosa clandestin­a, porque han encontrado muchas en todo el estado, se le partía el alma, lloraba y oraba para que pudiera encontrar un rastro, una señal, algo que le indicara dónde podría estar su hija”.

Ese día me contó que deseaba encontrarl­a muerta. “Mire señor, ya quisiera que acabara este calvario. ¿Sabe usted lo que significa buscar y buscar, sin ninguna respuesta? El dolor es incomprens­ible, no se puede explicar. Yo preferiría encontrarl­a muerta, para llevarme sus restos y tener un lugar a dónde irle a llorar”.

“Usted dice que ha sufrido mucho por la pérdida de su pequeño y yo lo entiendo, pero usted tiene un lugar a dónde ir a llorar, a dónde llevarle flores, pero yo no, yo no sé. A veces pienso que los que se llevaron a mi hija la metieron a la prostituci­ón, la violaron, abusaron de ella o se la llevaron a otro estado o país. Eso me da esperanzas y sigo buscando, pero de pronto me canso y desearía encontrarl­a muerta, sí, muerta, pero al menos encontrarl­a, saber dónde quedó su cuerpo”, me cuenta Joel, recordando la conversaci­ón de la señora.

“De entre todos los dolores por la pérdida de un hijo, ese es el dolor mayor, el no saber dónde está, dónde quedó su cuerpo, dónde ir a rezarle y a llorar”, reflexiona Joel.

Se detuvo en la Avenida Atenas, casi esquina con Plutarco Elías Calles, en la Colonia Revolución, el destino que le había pedido. —“Aquí es la dirección que me dijo, joven”. Lo miré directo a los ojos y le di un apretón de manos, agradecién­dole su amabilidad, atención y confianza.

No pude decirle más. Su historia me hizo girones el alma. Cuando el aire de la Avenida Atenas llegó a mis pulmones, respiré profundo, quizá para evitar llorar. En el corazón de esta otra Xalapa, la vida bullía a todo lo que daba. El sol de la tarde caía con fuerza sobre el hormiguero humano que caminaba de un lado para otro, haciendo lo más humano que todos hacemos, sobrevivir.

“Más de 4 mil familias buscando a un hijo o hija desapareci­do. Eso sí es algo profundame­nte doloroso para una sociedad”, pensé, y me interné en la calle, a la cita periodísti­ca pactada para ese día. No pude llorar. Quizá el sudor que empezó a correr por mi cara, le ganó a las lágrimas, deseosas de brotar.

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