Diario de Xalapa

La actriz pone al descubiert­o parte de su infancia en el primer capítulo de su nuevo libro del que Rocaeditor­ial nos cedió este extracto

Inside Out: A memoir,

-

Por extraño que parezca, aún recuerdo los días que pasé en el hospital en Merced, California, cuando apenas tenía cinco años, como unos días casi mágicos. Allí, tumbada en mi camilla con ese pijama de felpa rosa clarito, esperando la ronda de visitas diaria: médicos, enfermeras, mis padres. Me sentía la mar de cómoda. Me habían ingresado hacía más de dos semanas y estaba decidida a ser la mejor paciente que jamás habían visto. En esa habitación tan limpia y luminosa, todo parecía estar bajo control, pues en el hospital seguía al pie de la letra una serie de rutinas impuestas por adultos de verdad. (En aquella época, todos sentíamos una especie de admiración por los médicos y las enfermeras: todo el mundo los veneraba, por lo que estar en sus manos me hacía sentir una privilegia­da.) Todo tenía sentido: me gustaba que mi comportami­ento provocara respuestas predecible­s.

Me habían diagnostic­ado nefrosis, una enfermedad que pone en riesgo la vida del paciente y de la que, por aquel entonces, apenas se sabía nada, ya que sólo se había estudiado en hombres. En pocas palabras, es una enfermedad degenerati­va en la que el sistema de filtrado deja de hacer su trabajo. Recuerdo el día en que se me inflamaron los genitales y cómo reaccionó mi madre al verlo: pánico absoluto.

Me aterroricé. Me metió en el coche y me llevó enseguida al hospital, donde me pasé tres meses ingresada. Mi tía era maestra de cuarto de primaria y les pidió a sus alumnos que me escribiera­n postales y cartas deseándome una pronta recuperaci­ón. Mis padres me entregaron todas las tarjetas esa misma tarde, todas hechas de cartulina y decoradas con dibujitos de colores. Me emocioné al ver todas esas muestras de cariño, sobre todo teniendo en cuenta que esos niños eran mayores que yo y que además no los conocía. Pero cuando levanté la vista de esas notitas repletas de colores vivos y brillantes, vi la cara de mis padres. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no estaban seguros de que pudiera vencer a la enfermedad.

Alargué el brazo, acaricié la mano de mi madre y le dije:

—Todo va a salir bien, mamá.

Ella también era una cría. Tan sólo tenía 23 años. Mi madre, Virginia King, se quedó embarazada cuando no era más que una adolescent­e que pesaba cuarenta y cinco kilos. Todavía estaba estudiando en el instituto, en Roswell, Nuevo México. Sí, era una cría. Fue un parto doloroso que duró nueve horas y en el que, justo antes de que yo llegara al mundo, en el último minuto, ella perdió el conocimien­to. Para qué engañarnos, no fue la experienci­a ideal para crear un vínculo afectivo entre ambas.

Una parte de mi madre no vivía con los pies en el suelo, por lo que rompía esquemas día sí y día también. Había nacido en una familia pobre, pero no tenía una mentalidad de pobre, ni tampoco actuaba como tal. Quería que tuviéramos lo mejor de lo mejor: las marcas blancas estaban totalmente prohibidas en casa, ni de cereales, ni de mantequill­a de cacahuete, ni de detergente. Nada. Era generosa y espléndida, y recibía a todo el mundo con los brazos abiertos. Siempre había sitio para uno más en la mesa. Desprendía seguridad y confianza en sí misma, pero no era autoritari­a ni estricta con las normas.

A pesar de ser una niña, no tardé en darme cuenta de que Ginny era distinta. De hecho, no se parecía a las otras madres. Cierro los ojos y todavía la veo llevándono­s al colegio en coche, sujetando un cigarrillo con una mano mientras se maquillaba con la otra. Y lo hacía como una auténtica profesiona­l y sin tan siquiera mirarse en el espejo. Tenía un cuerpo envidiable; estaba en plena forma y había trabajado como socorrista en el Bottomless Lakes State Park, cerca de

Roswell. Era una mujer tremendame­nte atractiva: ojos azules, tez pálida y melena oscura. Era muy meticulosa con su aspecto, fuese cual fuese la situación: en nuestra excursión anual a casa de mi abuela, obligaba a mi padre a hacer un alto en el camino para poder ponerse los rulos y así lucir perfecta cuando llegáramos al pueblo. Mi madre hizo un curso de peluquería y estética, pero jamás se dedicó a ello. Tampoco era una experta en moda, pero sabía muy bien cómo debía combinar las prendas y sacarse el mayor partido. Tenía un talento natural, desde luego. Le fascinaba todo lo que parecía glamuroso; de hecho, sacó mi nombre de un producto de belleza.

Mis padres formaban una pareja magnética y sabían divertirse; eran como un imán que atraía a todo tipo de matrimonio­s. Mi padre, Danny Guynes, que era unos meses mayor que mi madre, tenía ese brillo pícaro y travieso en la mirada que te hacía creer que quería revelarte un secreto. También tenía una boca hermosa, con una dentadura blanca y perfecta que destacaba sobre su piel color oliva:

libro, Moore narra importante­s sucesos que marcaron su vida como las infidelida­des, adicciones y algunos otros secretos parecía un Tiger Woods latino. Era un seductor nato que adoraba el juego y las apuestas, y con un gran sentido del humor. Era lo opuesto a un tipo aburrido. Era de esa clase de hombres a los que les gusta vivir al límite y que siempre se salen con la suya. Era la personific­ación del «macho alfa», aunque tendía a compararse con su hermano gemelo, que era mucho más fuerte y más alto que él, y que había decidido alistarse en la Marina norteameri­cana. A él, en cambio, lo rechazaron porque tenía un ojo vago, igual que yo. Para mí era un rasgo muy especial y muy nuestro: significab­a que observábam­os el mundo del mismo modo.

Mi padre y su gemelo eran los mayores de nueve hermanos. Su madre, que nació en Puerto Rico, me cuidó durante unos meses, justo después de nacer. Falleció cuando yo tenía dos años. Su padre era medio irlandés, medio galés, además de cocinero en las Fuerzas Aéreas… y un alcohólico empedernid­o. Se mudó a casa cuando yo tenía un par de años; recuerdo que mi madre no quería dejarme a solas con él en el cuarto de baño. Más tarde, se habló de abuso sexual. Al igual que yo, mi padre se crió en una casa llena de secretos.

Danny terminó el instituto un año antes que Ginny se matriculó en la Universida­d de Pensilvani­a. Su ausencia hizo que mi madre se volviera insegura, sobre todo cuando se enteró de que iba a tener una nueva compañera de habitación. Así que hizo lo que seguiría haciendo a lo largo de su relación cada vez que se sentía amenazada: empezó a tontear con otro chico para ponerle celoso. Se encaprichó de Charlie Harmon, un joven bombero muy fornido y corpulento que se había mudado a Nuevo México desde Texas. Llegó incluso a casarse con él, aunque el matrimonio duró muy poco porque el romance consiguió el efecto deseado: a papá le faltó tiempo para volver a casa. Mamá se divorció de Charlie y mis padres se casaron en febrero de 1962. Y yo nací nueve meses después. O eso pensaba yo.

Cuando la gente oye hablar de Roswell, enseguida piensa en alienígena­s verdes, pero en mi casa nunca se mencionó la palabra ovni. El Roswell de mi infancia era un pueblo militar. Teníamos la pista de aterrizaje más grande de Estados Unidos (sirvió como pista de reserva para el transborda­dor espacial), en la base de las Fuerzas Armadas de Walker, que cerró sus puertas a finales de los 60. Aparte de eso, había vergeles de nogales, campos de alfalfa, una tienda de petardos y fuegos artificial­es, una empresa cárnica y una fábrica de Levi’s. Podría decirse que estábamos muy unidos a Roswell, que formábamos parte del tejido de la comunidad.

Y nuestras familias también se habían entretejid­o, hasta el punto de que mi prima DeAnna también es mi tía. (Es la sobrina de mi madre y está casada con el menor de los hermanos de mi padre.)

Mamá tenía una hermana pequeña, mucho más pequeña, Charlene, aunque siempre la llamábamos Choc. Era animadora en el instituto. Ginny adoptó el papel de vigilante, y yo me convertí en la mascota del equipo. Hacía cosas como esconderno­s en el maletero del coche y después llevarnos a un cine al aire libre sin pagar la entrada. Cuando eso pasaba, nos tronchábam­os de risa. Tenía la sensación de que era una chica mayor, igual que ellas, y disfrutaba haciendo sus travesuras. Me vestían con un uniforme idéntico al suyo, y Ginny se encargaba de peinarme. En las reuniones y celebracio­nes del colegio, yo era la gran revelación: salía corriendo con mi conjunto color azul pastel justo al final de la actuación y realizaba el movimiento estrella que me habían enseñado, la pirueta ceremonial del pájaro. Fue mi primer contacto con el mundo de la interpreta­ción, y debo reconocer que disfrutaba de cada segundo de esos breves pero intensos instantes de protagonis­mo. Y entonces Ginny se sentía la madre más orgullosa y feliz del universo, y eso me encantaba.

Por aquella época, mi padre trabajaba en el Departamen­to de Publicidad del Roswell Daily Record. Cada mañana, antes de irse, dejaba sobre la mesa un paquete de tabaco y un billete de un dólar, dinero que mi madre se gastaba en una botella gigante de Pepsi que compraba en la tienda de la esquina y que llevaba a cuestas todo el día. Mi padre estaba destinado a triunfar: se dejaba la piel en el trabajo y le fascinaba el juego, quizá demasiado. Se iba de juerga con uno de mis tíos, y siempre que se emborracha­ban se metían en algún lío. No podemos olvidar que, al fin y al cabo, tenían poco más de 20 años. Que mi padre volviera a casa a las tantas de la madrugada después de una noche de fiesta y haciendo eses no era algo excepciona­l. Le encantaba pelear, pero más todavía ver a la gente pelear. Cuando era pequeña, «muy» pequeña, mi padre me solía llevar a combates de boxeo. Debía de tener tres años y tenía que subirme a la silla para ver lo que estaba ocurriendo en el cuadriláte­ro. Recuerdo preguntarl­e:

—¿A qué color de pantalón estoy animando?

Asistir a un espectácul­o en el que dos hombres se aporrean, ese era nuestro momento de complicida­d padre-hija.

Se podría decir que tanto mi padre como mi madre mantenían una relación muy relajada y distendida con la verdad; creo que Danny era muy feliz cuando sentía que podía colársela a alguien, que podía meterle un gol por la escuadra. Por ejemplo, cuando iba a entregar un cheque para pagar algo, le decía al tipo que estaba en la caja: "Te propongo una apuesta: doble o nada". Era un jugador nato, y siempre trataba de encontrar la manera de salirse con la suya. Por aquel entonces no sabía cómo expresarlo con palabras, pero su temeridad y su insensatez me ponían nerviosa. Siempre tenía los cinco sentidos alerta y prestaba atención a todo lo que ocurría a mi alrededor porque me preocupaba que alguien pudiera enfadarse.

Tengo un recuerdo algo difuso de un hombre que se presentó en casa y se puso a aporrear la puerta como un energúmeno; yo debía de tener unos cuatro años y no comprendía qué estaba pasando ni por qué. Me asusté muchísimo, pues era la primera vez que sentí miedo en mi propia casa. Segurament­e era alguien que mi padre había timado. O tal vez se había acostado con la esposa de ese tipo, quién sabe.

Justo cuando estaba a punto de cumplir los cinco años nació mi hermano Morgan. Sentí que debía protegerlo desde el primer día. Siempre fui más fuerte que él.

En su

 ?? CORTESÍA ROCAEDITOR­IAL ??
CORTESÍA ROCAEDITOR­IAL

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico