Aquí nos tocó vivir
Descubrí a Cristina Pacheco cuando tenía 18 años y estudiaba la licenciatura en Periodismo en el entonces DF. Venida de la “provincia”, de allá, del sureste perdido del país, sin acceso a televisión de paga y cuando el maremoto de las redes y el mundo virtual eran poco más que un sueño, no tenía forma de saber de aquella periodista, escritora y extraordinaria narradora de la vida cotidiana.
Fue un sábado, enclaustrada en la minúscula pieza de pupila que rentaba en la colonia Roma, donde una tarde, en una pequeña televisión blanco y negro que me compartía mi compañera de habitación, quedé embrujada de las palabras de Cristina, con su programa Aquí nos tocó vivir. Me gustó su voz, su forma de conversar; tan cercana, tan sencilla, como si el entrevistado fuese su amigo de toda la vida; en sus preguntas no había dobleces ni formas ocultas que buscaran azorar a ese otre que le mostraba su humilde mundo; el mundo de los oficios, de las pequeñas cosas que siempre pasan desapercibidas pero que son tan necesarias, tan necesarias que ya las damos por hecho y no le damos valor alguno. Subsumidos en un sistema que premia la industrialización, el uso y el desecho, la fugacidad, lo más llamativo, las cosas sencillas van quedando en el olvido y quienes las ejercen, en el anonimato.
Decidí que quería ser como Cristina Pacheco, así que no me perdía sus programas, veía las repeticiones nocturnas y coleccionaba religiosamente sus “Mar de historias” que publicaba cada semana.
Estudiaba por las mañanas y por las tardes trabajaba como recepcionista en un centro holístico donde me permitían usar la computadora para mis tareas. Con mi primer sueldo fui a la librería Gandhi, de Miguel Ángel de Quevedo, y compré el libro “Al pie de la letra”, de ella, de Cristina Pacheco, que es un compendio de entrevistas que había realizado a personajes de la vida artística y cultural. Ese libro lo he llevado y traído a través de los años, subrayado, con notas al margen, ya maltrecho.
Mientras seguía la carrera comencé a entrevistar al zapatero de mi colonia, a la que hacía pasteles, al de los tacos de canasta, y publicaba en un fanzine que se imprimía gracias al boteo que quienes escribíamos andábamos haciendo por las calles de la ciudad. Cada vez que me enfrentaba con temor a quien entrevistaría, me decía: ¿qué haría Cristina Pacheco?
Cristina no solo fue, sin saberlo, mi maestra de periodismo, sino que me conectó con esa parte de mí que me hacía, no cercana a quienes entrevistaba, sino una de ellos. Yo misma venía de una realidad de pobreza y violencia, yo misma sabía de la lucha diaria, del hambre, de los trabajitos para juntar para el día a día; y eso ha conformado la forma en que conecto con el otre ahora que soy periodista y, más aún, en la labor educativa autogestiva que realizo en las comunidades rurales de Veracruz, a través del colectivo Pensamiento Libre.
Gracias a Cristina me di cuenta que contar la historia de otres era también contar la propia historia, y que visibilizar su realidad, servir de puente, ser el altavoz de los demás, era una tarea revolucionaria y pertinente.
Una de las enseñanzas principales que me deja esta extraordinaria mujer, es saber que la vida cotidiana es sorprendente y fantástica, es tristísima y cruel, es salvaje y solitaria, es amorosa y solidaria, es injusta y violenta, es esperanzadora y luminosa; y que todas y todos libramos una batalla en medio de lágrimas y sonrisas; y que pese a ello avanzamos, y soñamos, y nos vencemos, y maldecimos, y nos levantamos, y confiamos, y amamos, porque finalmente, aquí nos tocó vivir.