Poder y psicopatía (I) La historia
de la humanidad nos ha demostrado que muchos de los grandes líderes han sido sujetos con trastorno de personalidad antisocial, algunos de ellos francamente psicópatas, lo cual podría explicar de alguna forma los elevados y dolorosos precios que han debido pagar sus respectivas sociedades. Veamos algunos dantescos casos emblemáticos.
FI. DER FÜHRER
ue una máxima de su tiempo: “Der Führer” siempre tiene la razón, pero la realidad es que Adolf Hitler nunca habló con la verdad: el engaño y el chantaje, así como el extremo uso de la violencia fueron su divisa. La mayor prueba de ello fue que decía querer la paz y sólo hizo la guerra y sembró la muerte, como lo prueban la devastación moral y el exterminio genocida que hizo de la raza humana.
Sin embargo, lo más grave no es que haya existido un Hitler como la más cruda encarnación humana del mal. Lo trágico es que haya habido decenas de millones que le creyeron, siguieron y terminaron por deificar. Y se podrá decir, en aras de justificar y eximir de responsabilidad a la sociedad, que la ceguera social fue consecuencia de que Hitler se sirvió del control de los medios, de la censura y de la brutal propaganda, pero no fue así. El Führer no sólo fue un fenómeno social, ideológico y político, ante todo lo fue psicológico.
¿Cómo categorizarlo entonces? Hitler fue un psicópata, un megalómano, un narcisista, un logorreico que no dejaba de hablar y que nunca era puntual. Un individuo (que no hombre) que quiso volver “autómatas” a los seres humanos. Un individuo sin luces académicas que odiaba a todo lo que fuera intelectual y que exterminaba a todo el que osara oponérsele. Un individuo que fue rechazado para estudiar en la academia de pintura y que al llegar al poder impuso qué tipo de arte debía prevalecer. Un individuo sin familia desde los 18 años que no supo ser una pareja (era misógino) y que en el pueblo alemán -aún y cuando él era austríaco- dijo haber encontrado a su “gran amor”, de ahí que Estado y pueblo se impusieran sobre todo ciudadano, ya que los ciudadanos existían para servir al Estado y no al revés. ¿Y realmente lo amó? Lo dudo. Su más grande amor era él mismo y él estaba sobre cualquiera, prueba de ello es que al determinar que había llegado la hora de morir, sabiendo que no había retorno, quiso imponer a su pueblo el mismo destino. El pueblo no le podría sobrevivir y debería perecer inmolado junto con él.
Sí, era la encarnación de la deshumanización plena, al grado que a sus tropas les pedía erradicar todo sentimiento de compasión. Tenían que ser bárbaros, pues serlo era un honor. De ahí su eterna búsqueda en pos de un pasado de violencia y poder, acorde con los mitos germanos exaltados por Richard Wagner.
Una idea de la historia que buscó hacer suya para que sirviera como sustento de la ideología nazi que pronto comenzó a permear en todos los ámbitos: escuelas, iglesias, cortes de justicia, artes, cultura, agricultura e industria, buscando adeptos principalmente en la juventud. Seres a los que podía moldear como futuros soldados impregnados de una gran carga político-ideológica al servicio no del Estado, sino de él mismo: el Führer. De ahí su máxima: “quien se gana a la juventud, se gana el futuro”.
No obstante, ya en 1941, Eric Fromm en su obra El miedo a la libertad, habrá de sentenciar: “Vivimos en una sociedad libre, pero es una libertad que da miedo. Y el miedo es un mal consejero”. ¿Fue por miedo que la sociedad creyó en Hitler? No podemos soslayar que él no conocía de piedad ni frustración, sólo de obstinación y desprecio, era sádico y perverso, tal y como lo probó en Lídice, una de sus primeras matanzas cerca de Praga, y como lo volvió a comprobar en 1943 al incendiar, impía y atrozmente, al ghetto de Varsovia, marcando con ello apenas el inicio del más grande y doloroso genocidio multiétnico de la historia contemporánea y, tal vez de todos los tiempos, en el que el sufrimiento humano llegó al paroxismo, y del que sólo por los que sobrevivieron es que podemos comprobar que no fue una ficción (como los esquizoides negacionistas querrían que se creyera), sino la más atroz tragedia humana hasta ahora cometida por manos igual y espeluznantemente “humanas”.
Ante ello, uno debe nuevamente preguntarse: y después de todo este encumbramiento, fanatización, manipulación y devastación física y moral ¿qué quedo? Un Viejo Mundo devastado, pueblos dislocados, una humanidad lacerada con heridas que difícilmente podrán curarse, a consecuencia de una mente impregnada de maldad que se supo rodear de otros émulos a ella como Eichmann, Goebbels, Himmler, Hesse, Göring, etc., cuya “autojustificación” Hanna Arendt bautizó con el concepto de la “banalización del mal”.
¿Exculparlos por ello o por ser psicópatas de nefanda alma cauterizada? Nunca será suficiente leer, ver, atestiguar y revivir estos hechos de la historia reciente del poder. No podemos borrarlos, hemos de revisarlos y concientizar permanentemente a las nuevas generaciones de su significado para que en el futuro, nunca más se repita algo similar por el bien de nuestra humanidad. (Continuará)
Sí, era la encarnación de la deshumanización plena, al grado que a sus tropas les pedía erradicar todo sentimiento de compasión. Tenían que ser bárbaros, pues serlo era un honor. De ahí su eterna búsqueda en pos de un pasado de violencia y poder, acorde con los mitos germanos exaltados por Richard Wagner.