Amor en tiempos de guerra
Planeta presenta la lucha de “Los amantes de Praga”
“Hay dos sensaciones que siempre se recuerdan a lo largo de la vida: la primera vez que la persona amada sostiene tu mano y la primera vez en que un bebé recién nacido te toma de un dedo. En esos precisos momentos quedas unido al otro por el resto de la eternidad”. En la Praga de la década de 1930, los sueños de Josef y Lenka se hacen añicos ante la inminente invasión nazi.
Décadas más tarde, a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York, dos extraños se reconocen a través de una mirada. El destino les otorga a los amantes una nueva oportunidad de vida.
Desde la comodidad y el glamour de la bulliciosa Praga antes de la ocupación hasta los horrores del nazismo que parecían devorar a Europa entera, “Los amantes de Praga” revela el poder del primer amor, la resistencia del espíritu humano y la fuerza de la memoria.
A continuación ofrecemos fragmentos iniciales del libro “Los amantes de Praga” (Planeta, © 2017), cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México:
1
Nueva York. 2000.
Se esmeró en vestirse para la ocasión; el traje planchado y los zapatos boleados. Al rasurarse, inclinó cada mejilla cuidadosamente hacia el espejo para asegurarse de no pasar por alto ningún punto de su rostro. Ya antes, por la tarde, se había comprado un gel con aroma a limón para acomodarse los pocos rizos que le quedaban.
Tenía un solo nieto varón, un único nieto, de hecho, y llevaba meses en espera de la boda. Y aunque sólo había visto a la novia unas cuantas veces, le había agradado desde un principio.
Era inteligente y encantadora, con una risa espontánea y cierta elegancia de antaño. No se había percatado de lo raro que eso era hasta que se encontró sentado mirándola fijamente, mientras su nieto la tomaba de la mano.
Incluso ahora, al entrar al restaurante para la cena posterior al ensayo de la boda, sentía, al ver a la joven mujer, que había viajado a otra época. Miró atentamente mientras algunos de los demás invitados inconscientemente se llevaban una mano a la garganta al ver el cuello de la chica, que surgía del vestido de terciopelo bello y largo, como si acabara de salir de algún cuadro de Klimt.
En la mesa principal presentaron uno al otro por primera vez a los dos abuelos sobrevivientes de cada una de las familias de la nueva unión. De nuevo, el abuelo del novio se sintió transportado por la imagen de la mujer que estaba frente a él.
Era mucho mayor que su nieta, pero tenía un aire co- Él lo percibió de inmediato, desde el momento en que contempló sus ojos por primera vez.
—La conozco de algún lugar —logró decir, aunque sintió que ahora le estaba hablando a un fantasma, no a una mujer a la que acababa de conocer. Su cuerpo estaba respondiendo a ella de una forma visceral que no se podía explicar. Se arrepintió de haber bebido esa segunda copa de champán. Su estómago estaba dando tumbos en su interior y casi no podía respirar.
—Debe de estar equivocado —respondió ella con cortesía.
No quería parecer maleducada, pero también ella había ansiado estar presente en la boda de su nieta desde hacía meses y no quería que la distrajeran de las celebraciones de esa noche.
Pero el viejo junto a ella no quería darse por vencido.
—Estoy convencido de que la conozco de algún lugar —volvió a repetir.
Volteó hacia él y ahora le mostró su rostro más directamente. La piel con los incontables trazos de arrugas, su cabello de plata, sus ojos del azul del hielo. Pero fue la sombra del azul oscuro que se transparentaba a través de la efímera tela que cubría sus brazos lo que hizo que el viejo se estremeciera hasta los huesos.
—Su manga… —el dedo del anciano tembló al tocar la seda de su manga.
El rostro de la mujer se alteró cuando sintió que le tocaba la muñeca, visiblemente incomodada.
—Su manga… ¿me permite? —sabía que se estaba comportando de manera inaceptable. Ella lo miró de frente. —¿Me permite ver su brazo? —volvió a decir—. Por favor… —su voz sonaba casi desesperada.
Ahora, ella lo miraba fijamente; sus ojos, clavados en los del viejo. Como si se encontrara en un trance, se levantó la manga.
Allí, en su antebrazo, junto a un pequeño lunar, había seis números tatuados.
—¿Ahora me recuerdas? —preguntó él, tembloroso.
Ella lo volvió a mirar como si le otorgara peso y solidez a un fantasma.
—Lenka, soy yo —dijo él—. Soy Josef, tu marido.