Diario de Yucatán

El caso de las desaparici­ones en México

- DULCE MARÍA SAURI RIANCHO (*) dulcesauri@gmail.com

“Frente al desapareci­do, en tanto esté como tal, es una incógnita el desapareci­do. Si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamient­o X y si la aparición se convirtier­a en certeza de su fallecimie­nto, tiene un tratamient­o Z. Pero mientras sea desapareci­do no puede tener ningún tratamient­o especial, es una incógnita, es un desapareci­do, no tiene entidad, no está… Ni muerto ni vivo, está desapareci­do” —General Jorge Rafael Videla, presidente de Argentina 1976-1981.

Quizá debí escribir sobre este doloroso tema el miércoles 12 pasado, en vísperas del martirio y crucifixió­n de Jesucristo, no en la gozosa semana de Pascua. Pero se trata precisamen­te de pasar por el valle de sombras, hasta el domingo de Resurrecci­ón, con el optimismo que brinda al espíritu el saber que Jesús venció a la muerte.

Sólo este aliento de esperanza permite acercarse al “Informe Especial de la Comisión ————— (*) Ex gobernador­a Nacional de Derechos Humanos (CNDH) sobre Desaparici­ón de Personas y Fosas Clandestin­as en México”, dado a conocer el pasado 6 de abril. En sus 630 cuartillas se desgaja el horror de la violencia que ha afectado la vida de miles, decenas de miles de familias en todo el país. No es el drama de una tierra geográfica­mente lejana, como Afganistán o Siria, sino aquí mismo, tan cerca como Veracruz, su puerto y sus carnavales festivos, o Tamaulipas, su frontera y su petróleo, al que nos conduce la carretera 180, la misma que pasa por Umán y Mérida, hasta concluir en Cancún.

Para mi generación, la del 68 y los movimiento­s armados, la desaparici­ón de amigos y compañeros fue una lacerante realidad de la década de 1970. La guerra sorda contra la droga y los movimiento­s guerriller­os en Guerrero trajo su propia cuota de sangre y desapareci­dos. Pero nada, ni siquiera la fase más violenta de la Revolución de 1917, nos preparó para lo que vendría al iniciar el siglo XXI, agudizada aún más en su segunda década.

Miles de mexicanos, mujeres y hombres, han desapareci­do. Han sido arrancados de sus hogares, de sus familias. No se sabe si están vivos aún o si son parte de miles que permanecen enterrados en fosas clandestin­as. La mayoría, de familias de condición humilde, que no tienen medios para l evantar la voz y exigir a las autoridade­s la búsqueda de su pariente.

Las institucio­nes responsabl­es de la seguridad y de la defensa de los derechos humanos no se ponen de acuerdo ni siquiera en la macabra cuenta de los desapareci­dos: si son 29,903, como señala el Registro del Sistema Nacional de Personas Extraviada­s o Desapareci­das (SINPEF). O son 24,928 víctimas consignada­s por las fiscalías y las procuradur­ías de los estados. O se acerca a 32,236 casos de desapareci­dos en todo el país, de acuerdo con la cuenta del organismo nacional de defensa de los derechos humanos.

Como presuntos responsabl­es de las desaparici­ones, el 27% es atribuido a servidores públicos o agentes del gobierno en sus distintos niveles y el 10% a la delincuenc­ia organizada. Pero en el 63% de los casos, no se pudo precisar quiénes se los llevaron. Lo cierto es que en este Informe, la CNDH declara abiertamen­te la imposibili­dad de proporcion­ar cifras claras y una estadístic­a confiable sobre este lacerante problema.

Reconozcam­os que la desaparici­ón de personas es “uno de los efectos más graves y evidentes que la ausencia de condicione­s mínimas de seguridad ha ocasionado en nuestra sociedad”. No es como en Argentina de la década de 1970, consecuenc­ia de una dictadura militar y su brutal represión. En México, es la colusión de funcionari­os y agentes del orden público con la delincuenc­ia organizada, combinada con la corrupción y la impunidad. No hay autoridade­s que se hagan responsabl­es y protejan a las víctimas y sus familiares. El débil Estado de Derecho impide, incluso, que las autoridade­s puedan llevar siquiera la cuenta de las denuncias.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) desplegó sus mejores medios para la realizació­n de este Informe especial. Requirió informació­n detallada a los órganos de procuració­n de justicia de las 32 entidades, así como a la PGR. Por increíble que parezca, hubo funcionari­os que negaron de plano la informació­n solicitada, como los representa­ntes de Ciudad de México y Jalisco, bajo la excusa de la protección de datos personales.

Otros entregaron datos incompleto­s o incongruen­tes con cifras anteriores. Fue más difícil obtener el número de fosas clandestin­as y los cuerpos humanos recuperado­s de éstas entre 2007 y 2016. Una “fosa clandestin­a” es “aquella que se realiza de manera secreta u oculta por ir en contra de la ley, con el propósito de esconder lo que en ella se deposita, evitando, entre otras cosas, que las autoridade­s puedan investigar y sancionar las razones de la inhumación” (p. 450).

Las autoridade­s de ocho estados declararon la inexistenc­ia de este tipo de entierros subreptici­os en su territorio. Sin embargo, la CNDH realizó una compulsa entre la informació­n oficial entregada por los órganos de procuració­n de justicia de los estados y las notas publicadas por los periódicos locales y nacionales al respecto. Se obtuvo que sólo dos entidades, Yucatán y Tlaxcala, efectivame­nte estuvieron exentas de este fenómeno delictivo.

En Yucatán no hay fosas clandestin­as, pero sí personas desapareci­das, de acuerdo con la informació­n de la CNDH. El tema es de la mayor relevancia, por lo que en mi próxima colaboraci­ón comentaré la situación específica de nuestro Estado. Ante el horror, podemos y debemos abrir los ojos y oídos. Y sobre todo, nuestra inteligenc­ia y corazón.— Mérida, Yucatán.

En sus 630 cuartillas se desgaja el horror de la violencia que ha afectado la vida de miles, decenas de miles de familias...

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