La democracia no se come
Agua y aceite. Las discusiones a favor y en contra de López Obrador se han convertido en agua y aceite. Argumentaciones polarizadas que no admiten zonas intermedias, fusiones o terceras vías, como si una parte de la población hablase una jerga distinta a la otra; las palabras son las mismas pero los significados difieren sustancialmente. Se dice democracia, derechos humanos o equilibrio de poderes y los Silva Herzog, Aguilar Camín y Pardiñas escuchan frases en bronce, inapelables, innegociables. La misma reverencia con la que amloístas otorgan a palabras como pobreza, pueblo o injusticia social.
En cierta manera ambas partes tienen razón. Quisiéramos vivir en una sociedad más democrática y gozar de plenas libertades, pero también desearíamos que fuese más justa y menos desigual. En teoría ambas aspiraciones son reconciliables y mutuamente reforzantes. Pero en la práctica difieren en las prioridades, en los sacrificios que supone invertir los escasos recursos en una meta y no en la otra.
Muchos están dispuestos a sacrificar prácticas democráticas o tirar por la borda un incipiente régimen con equilibrio de poderes si eso permite disminuir la pobreza o mejorar el reparto de la riqueza. A otros eso les parece un crimen y una trampa populista. Que alguien se coloque en una u otra posición depende en gran medida de la atalaya desde la cual se mira.
Para quien queda atrapado veinte minutos en el Metro entre sofocones insoportables o es asaltado en los peseros que trepan colinas sin servicio de agua potable, el equilibrio de poderes es una exquisitez pequeño burguesa aunque no lo exprese así. Para ellos es más grave que el aguacate haya desaparecido de su canasta porque su ingreso ha perdido poder adquisitivo. Por desgracia la democracia no se come. Peor aún, algunos comienzan a sospechar que la democracia se los come a ellos.
La casi media hora dedicada por López Obrador a fustigar los impactos del neoliberalismo durante su discurso de toma de protesta no hizo sino poner en boca de todos lo que la estadística ya había mostrado. La apertura, la globalización, la fragmentación del poder político ha generado el descontento de muchos ————— (*) Periodista porque no ha resuelto la desigualdad o la inseguridad pública. En el sexenio de Enrique Peña Nieto aumentó la población en situación de pobreza. Pero la percepción de desigualdad aumentó, ante el enriquecimiento desmesurado de los sectores punta. En ese sentido, la desigualdad se hizo más visible e insoportable. Quizá ahora tampoco alcanza para comprar un yogur, pero la frustración se hace mayor cuando existen 20 marcas y sabores diferentes, que otros llevan como si los estuvieran regalando.
México es uno de los países en los que la confianza en la democracia se ha desplomado. Hace diez años la mayoría de la población consideraba que la democracia era mejor que cualquier otra forma de gobierno. Hoy apenas 38% de los mexicanos cree eso. Solo cuatro superan a México en su escepticismo ciudadano: El Salvador, Guatemala, Honduras y Brasil.
Los que sí podemos comprar yogures tendríamos que reformular la acusación de que López Obrador es un peligro para la democracia. En realidad su arribo al poder no es más que la consecuencia de una convicción: a la mayoría de los desprotegidos la democracia les ha quedado a deber.
¿Qué hacer cuando a más de la mitad de la población le tiene sin cuidado la democracia? ¿Respetamos a la mayoría? Después de todo de eso se trata la democracia, ¿no? Visto así, se vuelve una paradoja.
En realidad lo que tendríamos que preguntarnos es por qué razón la apertura política y la disminución del presidencialismo autoritario de antaño no redujo la desigualdad o la pobreza. Crecieron las libertades públicas pero no disminuyeron las penurias. La ecuación es obvia: a mayor desigualdad mayor descrédito inspiran las instituciones y el orden democrático. Lo contrario también debería ser obvio: a menor miseria más crecerá el respeto por la democracia.
Irónicamente, al trabajar a favor de los pobres López Obrador estaría sembrando los cimientos para una sociedad con más apetito por un orden democrático. Con esto no pretendo convencer a los intelectuales liberales de que apoyen a alguien que trata tan irrespetuosamente los símbolos que ellos consideran sagrados. Pero sí pensaría que antes del linchamiento moral y político al que lo someten tendrían que preguntarse por qué la tan añorada democracia no mejoró las condiciones de las mayorías o, mejor aún, en qué condiciones podría contribuir a ello. En otras palabras, dejaríamos de discutir como agua y aceite si revisáramos juntos cómo hacer para que la democracia permita comer mejor.—Ciudad de México