Una etapa nueva de la historia
En su afán por ajustarse a la historiografía occidental del siglo I —“... he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden...”— Lucas, en el capítulo 3 de su evangelio, sitúa a Jesús de Nazaret en las coordenadas de la historia haciendo referencia en orden decreciente a los gobernantes de la época. Así, el primero es el emperador romano Tiberio César (14-27 d. C.) que sucediera a Augusto como el hombre más poderoso de entonces en el contexto de lo que bien podría llamarse un mundo globalizado: el Imperio Romano, que acabó unificando la cuenca del Mediterráneo en beneficio, claro está, de sí mismo.
Y es justamente la segunda referencia la constatación de lo anterior: se trata de Poncio Pilato, procurador romano en Judea entre el 26 y 36 d. C. Perteneciente al orden ecuestre —algo así como a un rango ————— (*) Presbítero católico inferior de la nobleza romana— Pilato es el quinto procurador desde que en 6 d. C. fuese depuesto Arquelao, el hijo de Herodes el Grande que heredara de su padre el gobierno de Judea según la partición testamentaria de este último. Se sabe que Pilato fue despojado de su cargo a causa de sus arbitrariedades en relación con ejecuciones sin juicio y asuntos económicos, a más de ofensas a la sensibilidad religiosa judía.
En seguida, Lucas recuerda a Herodes Antipas y Filipo, hijos también de Herodes el Grande que desgobiernan, respectivamente, Galilea e Iturea y Traconítida —territorios asignados merced a la sumisión incondicional que tuvieran al césar de Roma— aunque con título de tetrarcas, esto es, una categoría de pequeños soberanos dependientes. Poco, en cambio, se sabe tanto de Lisanias como de la tetrarquía de Abilene.
Por último y junto a los detentadores del poder políticoeconómico, el autor menciona a los representantes del poder religioso que estuvieran en perfecta connivencia con los representantes del Imperio: Anás, noble jerosolimitano, nombrado en 6 d.C. sumo sacerdote por Quirino, legado imperial de Siria, y que vino a ser depuesto por el procurador Valerio Grato en 15 d. C., aunque sin perder del todo el poder puesto que el mismo Valerio nombra, en 18 d.C., a su yerno José Caifás quien, al parecer, ejerció el cargo supeditado totalmente a su suegro.
Ahora bien y frente los personajes arriba enlistados, Lucas menciona a un judío atípico que, ajeno a poder alguno, va a ser el hito de una etapa nueva de la historia: Juan el Bautista, al que presenta, citando a Isaías, con lo que viene a ser su texto insignia: “Voz del que clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos”. Se trata de un profeta, asunto un tanto novedoso dado que la profecía acabó como asfixiada en su dimensión critica por el afianzamiento del Templo y de la Ley como referentes religiosos absolutos. Y es que son los sacerdotes junto con los doctores de la Ley quienes marcan la pauta para la interpretación de las Escrituras. Y aunque los primeros proceden de la aristocracia saducea de Jerusalén, y los segundos, miembros en su mayoría del partido de los fariseos y de extracción popular y, por consiguiente, más cercanos al pueblo, comparten todos ellos entre sí una idea institucional y rígida del Yahvé de Israel que, correlativamente, privilegia lo religioso formal tanto en el ámbito del culto como en la vida cotidiana.
En este sentido, el texto de Isaías asociado con el Bautista —y que Lucas maneja de manera magistral al ponerlo inmediatamente junto al catálogo de los poderosos— no puede ser más adecuado; y es que ese preparar el camino del Señor, ese enderezar las sendas, rellenar barrancos, rebajar montes y colinas, y más, que refleja la costumbre de limpiar y decorar las calles por donde han de entrar en la ciudad los reyes o los príncipes en sus visitas solemnes, tiene que entenderse como una desacreditación del poder de Tiberio, de Pilato, de Antipas, de Filipo y Lisanias, y, desde luego y con mayor razón, de Anás y Caifás —y de todos cuantos como ellos han sido o son estorbos de la presencia de Dios en el horizonte existencial humano— porque con la decisión de Dios de reinar, como habrá de anunciarlo y comenzarlo Jesús de Nazaret, comienza una etapa nueva de la historia, más aún, la etapa definitiva signada por la igualdad fraterna de la que el Bautista fuese precursor.— Mérida, Yucatán.