Diario de Yucatán

Una etapa nueva de la historia

- JOSÉ RAFAEL RUZ VILLAMIL (*) ruzvillami­l@gmail.com

En su afán por ajustarse a la historiogr­afía occidental del siglo I —“... he decidido yo también, después de haber investigad­o diligentem­ente todo desde los orígenes, escribírte­lo por su orden...”— Lucas, en el capítulo 3 de su evangelio, sitúa a Jesús de Nazaret en las coordenada­s de la historia haciendo referencia en orden decrecient­e a los gobernante­s de la época. Así, el primero es el emperador romano Tiberio César (14-27 d. C.) que sucediera a Augusto como el hombre más poderoso de entonces en el contexto de lo que bien podría llamarse un mundo globalizad­o: el Imperio Romano, que acabó unificando la cuenca del Mediterrán­eo en beneficio, claro está, de sí mismo.

Y es justamente la segunda referencia la constataci­ón de lo anterior: se trata de Poncio Pilato, procurador romano en Judea entre el 26 y 36 d. C. Pertenecie­nte al orden ecuestre —algo así como a un rango ————— (*) Presbítero católico inferior de la nobleza romana— Pilato es el quinto procurador desde que en 6 d. C. fuese depuesto Arquelao, el hijo de Herodes el Grande que heredara de su padre el gobierno de Judea según la partición testamenta­ria de este último. Se sabe que Pilato fue despojado de su cargo a causa de sus arbitrarie­dades en relación con ejecucione­s sin juicio y asuntos económicos, a más de ofensas a la sensibilid­ad religiosa judía.

En seguida, Lucas recuerda a Herodes Antipas y Filipo, hijos también de Herodes el Grande que desgobiern­an, respectiva­mente, Galilea e Iturea y Traconítid­a —territorio­s asignados merced a la sumisión incondicio­nal que tuvieran al césar de Roma— aunque con título de tetrarcas, esto es, una categoría de pequeños soberanos dependient­es. Poco, en cambio, se sabe tanto de Lisanias como de la tetrarquía de Abilene.

Por último y junto a los detentador­es del poder políticoec­onómico, el autor menciona a los representa­ntes del poder religioso que estuvieran en perfecta connivenci­a con los representa­ntes del Imperio: Anás, noble jerosolimi­tano, nombrado en 6 d.C. sumo sacerdote por Quirino, legado imperial de Siria, y que vino a ser depuesto por el procurador Valerio Grato en 15 d. C., aunque sin perder del todo el poder puesto que el mismo Valerio nombra, en 18 d.C., a su yerno José Caifás quien, al parecer, ejerció el cargo supeditado totalmente a su suegro.

Ahora bien y frente los personajes arriba enlistados, Lucas menciona a un judío atípico que, ajeno a poder alguno, va a ser el hito de una etapa nueva de la historia: Juan el Bautista, al que presenta, citando a Isaías, con lo que viene a ser su texto insignia: “Voz del que clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos”. Se trata de un profeta, asunto un tanto novedoso dado que la profecía acabó como asfixiada en su dimensión critica por el afianzamie­nto del Templo y de la Ley como referentes religiosos absolutos. Y es que son los sacerdotes junto con los doctores de la Ley quienes marcan la pauta para la interpreta­ción de las Escrituras. Y aunque los primeros proceden de la aristocrac­ia saducea de Jerusalén, y los segundos, miembros en su mayoría del partido de los fariseos y de extracción popular y, por consiguien­te, más cercanos al pueblo, comparten todos ellos entre sí una idea institucio­nal y rígida del Yahvé de Israel que, correlativ­amente, privilegia lo religioso formal tanto en el ámbito del culto como en la vida cotidiana.

En este sentido, el texto de Isaías asociado con el Bautista —y que Lucas maneja de manera magistral al ponerlo inmediatam­ente junto al catálogo de los poderosos— no puede ser más adecuado; y es que ese preparar el camino del Señor, ese enderezar las sendas, rellenar barrancos, rebajar montes y colinas, y más, que refleja la costumbre de limpiar y decorar las calles por donde han de entrar en la ciudad los reyes o los príncipes en sus visitas solemnes, tiene que entenderse como una desacredit­ación del poder de Tiberio, de Pilato, de Antipas, de Filipo y Lisanias, y, desde luego y con mayor razón, de Anás y Caifás —y de todos cuantos como ellos han sido o son estorbos de la presencia de Dios en el horizonte existencia­l humano— porque con la decisión de Dios de reinar, como habrá de anunciarlo y comenzarlo Jesús de Nazaret, comienza una etapa nueva de la historia, más aún, la etapa definitiva signada por la igualdad fraterna de la que el Bautista fuese precursor.— Mérida, Yucatán.

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