La OSY complace a su público
Inolvidable noche con música de dos grandes maestros
Aprobación en unánimes voces. Mozart y Tchaikovsky fueron quienes ahora plantaron una hebra de su mensaje universal. Atinada combinación conforme al gusto del meridano público —hablamos por el común, no por quienes sean especialistas o alumnos de instrumentación— resultó el noveno concierto de la XXX temporada de la Orquesta Sinfónica de Yucatán (OSY) que tuvo lugar anteanoche.
Mozart, surtidor de melodías entrañables, genialidad avecindada en lo eterno, el nunca bien valorado en su tiempo, y el ruso Don Piotr, cuya inspiración danzable lo ha revestido de predilección por el planeta. Ambos, largos puentes hacia el encanto ¿Qué más se podría desear para un recital de comienzos de diciembre? ¿Si acaso la suite de Cascanueces?
Desde el escenario del Teatro Peón Contreras, el maestro Juan Carlos Lomónaco dejó correr el agua de su pericia en eso de la conducción y el manejo de simpatías. Llevó para adelante el penúltimo eslabón de la temporada, antes de los conciertos de cierre con la cantata de inspiración medieval llamada “Carmina Burana”.
Una marea de precisión y latidos de extrema belleza cubrió la primera parte. La última sinfonía de Amadeus, la No. 41, designada “Júpiter”, el más alto linaje de la forma clásica, retornó para asegurarnos un lugar privilegiado como oyentes.
En el verano de 1788, cuando Wolfgang finalizó esta Sinfonía en Do Mayor ya había pasado el momento de crisis durante el cual elaboró la anterior, en La Menor, en cuyos compases se reflejan la muerte de su hija Teresa y los problemas económicos de los que escapara gracias al auxilio de uno de sus hermanos masones.
La 41 es un sublime llamado a la esperanza. Con su hondura, encierra una sincera confianza mantenida en vilo, como aguardando, en medio del portento melódico que se desparrama obsequiosamente. Es un no querer pensar más en el infortunio, en los planes deshechos; palpamos el deseo de lanzar una saeta del dios olímpico para que se eleve hasta donde el ímpetu permita.
Nuestra orquesta siguió los trazos del genio austriaco con precisa claridad. En los cuatro movimientos ocupó los cauces dejados por la mano luminosa en su viaje a las alturas. Gozamos el inicio, segmento contrastado entre lo ceremonial de trom- petas y timbales asociados con ímpetu y las dulces frases urdidas por las cuerdas.
El Andante ondeó con esas modulaciones y paseos cromáticos que nos llevan a suponer complejas emociones. Nos acariciaron el Minuetto, muchísimo mas que remedo de la danza cortesana, con pasajes de atinado contrapunto, y ese culminante Final en que el gran genio manejó sus temas en múltiples formas.
El mágico lago
Pocas partituras más accidentadas que la del ballet “El lago de los cisnes”, cuyo inicial fracaso provocó que se archivase para más tarde, tras las cicatrices del tiempo, algunas manos intrusas lo tomaran cortando pasajes, acomodando escenas, mutilando enlaces y demás lindezas. El mismo Tchaikovsky intentó el rescate y escribir una suite para concierto a su gusto, pero murió sin lograr el propósito.
La versión escuchada anteanoche, dirigida con pericia por el maestro Lomonaco, es una de las tres que suelen interpretarse, la que posee siete instantes conductores hacia ese ambiente de cuento de hadas sobre el cual trabajó el músico ruso de vida infortunada.
Es imposible escuchar las selecciones —que tan familiares nos parecen— sin visualizar con el alma los desmelenados cabellos de las doncellas encantadas, las cañas que vibran a la orilla del lago, la palpitante ansiedad de Sigfrido y los ominosos temblores del hechicero en el nevoso paisaje.
Compases tenues o intensos, episodios donde pareciera que la luz y el aire se combinan para hacer de un ambiente terrenal un espacio para los sueños y la magia. Tchaikovsky tiene un don y lo utiliza. Hace oscilar el dolor humano y el misterio de lo desconocido.
Espectros y amantes, cisnes aparentes, mujeres tangibles y dolorosamente enamoradas. Danzas circunstanciales que evaden la trama. Uno de esos valses primorosos que don Piotr regala en ocasiones. Reclinada la noche en las aguas del silente lago, las cuerdas imitan los ligeros vientos, la mezcla de murmullos; los alientos nos llevan a reconocer asombros y dudas, relámpagos de angustias… los cisnes que danzan en majestuosa geometría, en extraña confusión entre júbilo y dolor. El amante empecinado en enfrentarse a conjuros inexplicables.
La lectura del maestro Lomónaco fue limpia y convincente. Algunos instrumentistas —arpa, primer violín y chelo— dejaron su impronta. Nutridos fueron los aplausos.—