Desordeñando a México
Para los seres humanos es siempre tentador simplificar e intentar explicar todo por medio de contrastes binarios: bueno/malo, nosotros/ellos, negro/blanco, heterosexual/homosexual. La realidad es, sin embargo, mucho más compleja que eso. Por ejemplo, en los sucesos recientes en Venezuela, tenemos como protagonista a un dictador bananero, pernicioso y represor —cuyo antecesor fue la consecuencia directa de gobiernos elitistas—. Pero también tenemos a un grupo que, encabezado por personas con antecedentes antidemocráticos y antiderechos como Trump y Bolsonaro, ha decido que este es el momento justo en que el gobierno autoritario debe ser derrocado, sin importar las consecuencias que de una acción de esta naturaleza pueden derivarse.
La lógica de la simplificación no sólo termina por ocultar problemas complejos; también polariza y evita que debates analíticos e informados puedan estar en el centro de la discusión pública. En buena medida como consecuencia de la simplificación exacerbada artificialmente, las opiniones y análisis sobre los primeros 50 días del gobierno de AMLO suelen encontrarse en lados extremos del espectro. En este artículo argumentaré que en materia de corrupción e impunidad durante sus primeros 50 días el nuevo gobierno se ha movido entre claroscuros; y que en el caso del combate al “huachicoleo” están representados algunos de los más importantes.
LA PRIMERA ORDEÑA (O LA ORDEÑA DE PRIMERA)
Durante los últimos dos sexenios el robo de combustibles se convirtió en una industria de gran escala y con tintes surreales. Ahora sabemos que el robo empieza desde las instalaciones de Pemex con la complicidad de altos funcionarios, que el sindicato de esta paraestatal estaría involucrado, que se necesitaba complicidad de diversos niveles institucionales, o que bodegas han sido construidas sobre ductos de Pemex para ordeñar “a domicilio”. Esto implica que empresarios —comercializadores o compradores—, líderes sindicales o gobernantes relacionados con el “huachicoleo” han aprovechado su poder económico o político para corromper prácticamente cada paso del proceso.
De crucial importancia en este sentido es la responsabilidad de los gobiernos de Vicente Fox y, sobre todo, de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. No hay forma de explicar el nivel al que ha llegado el saqueo sin la complicidad o incompetencia de las estructuras que estos expresidentes ————— (*) Candidato a doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Maestro en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y maestro en Estudios Humanísticos (ITESM) encabezaron. El “huachicoleo” ha producido pérdidas a la nación por miles de millones de pesos; dinero que pudo haber sido utilizado para fines que van desde desarrollar al propio Pemex hasta salud, educación o subsidios inteligentes. Lo que es peor, se anticipa que ésta es apenas una de las muchas “industrias” que se han construido para ordeñar.
La decisión del Presidente es destacable y no tiene precedente. Pero hay al menos dos problemas que merecen ser considerados.
(a) El primero es la forma en que se combatirá la corrupción. La idea de dar amnistía a quienes se dedican a actividades criminales es discutible. No ocurre lo mismo con el “perdón” a las personas o grupos más poderosos que encabezan el saqueo a los bienes de la nación. En primer lugar, porque la impunidad es contraproducente cuando se trata es de “cerrar la llave” o disuadir futuros crímenes. Pero también porque el mensaje de saqueo no termina de desarticularse. Puesto de otra forma, las personas encumbradas que se beneficiaron del saqueo seguirán siendo —exitosos— representantes de los beneficios de esta dinámica, aunque ésta haya quedado en el pasado.
A lo anterior debemos sumar que, tal como ha escrito Alejandro Páez Varela, sería ingenuo pensar que los intereses lastimados no buscarán la primera oportunidad posible para vengarse del Presidente. En cualquier caso, ¿qué pasaría si, por ejemplo, el PRI regresa a la presidencia en 2024? Lo importante aquí es terminar y no sólo suspender la lógica general que pasa por castigar a las élites que se han beneficiado. Para “barrer la escalera de arriba abajo” de forma relevante, una de las promesas más conocidas del Presidente, lo barrido debe terminar en un bote de basura, y no enquistado en alguno de los escalones.
(b) Pero este caso ha mostrado otro punto débil del actual gobierno de la república. Este punto se ejemplifica en su decisión de comprar pipas de emergencia para atender el desabasto de combustible, efecto directo del combate del gobierno federal a la “industria” ilegal dedicada a saquear recursos públicos del sector hidrocarburos. Esta compra ha sido llevada al cabo sin licitación y sin un plan que explique por qué esta idea puede funcionar en la práctica. El Presidente ha pedido al país “confiar” en que las acciones de su gobierno serán honestas y que no habrá más corrupción en las compras del gobierno. Por eso, se nos dice, la secretaria de la Función Pública viajó a Estados Unidos con personal de Pemex a realizar esta operación.
El problema fundamental aquí es que incluso si uno confía en lo dicho o hecho por el Presidente —de acuerdo con la más reciente encuesta de “Reforma” la gran mayoría de las personas en México confía y aprueba—, este tipo de acciones merman el papel que juegan contrapesos institucionales necesarios para garantizar que habrá honestidad después de AMLO. El primero en desconfiar en este entramado institucional es el Presidente. Esta desconfianza, claro está, es de sobra justificada. Es más, es probable que algunas de estas instituciones estén en manos de algunos de los grupos de poder que el gobierno federal busca enfrentar. Por ende, para algunas tiene sentido “brincarlas” con el fin de garantizar los mejores resultados. Pero una opción en el espacio lógico que rara vez se pone sobre la mesa es la posibilidad de que el Presidente use su enorme legitimidad para construir o reconstruir las instituciones que no están funcionando.
LA SEGUNDA ORDEÑA (O LA ORDEÑA DE SEGUNDA)
En un segundo nivel —el más conocido— Pemex es saqueado por grupos de personas que, literalmente, perforan y extraen combustible de ductos para luego comercializarlo. Lo mismo ocurre, desde luego, en otras dependencias o instituciones. En todos estos casos, sería un error equiparar a todas las personas que se dedican a esta actividad. En el caso del saqueo a Pemex, estas personas se agrupan lo mismo en organizaciones criminales —como carteles— que en grupos de vecinos han visto en el robo a Pemex una oportunidad para abatir la miseria. Las personas afectadas en la tragedia de Tlahuelilpan probablemente pertenecen a este último grupo.
Las celebraciones de personas bailando bañadas de combustible se enmarcan en este contexto. Esta tragedia ha generado muchas y contrastantes interpretaciones y no es motivo de este artículo revisarlas o discutirlas. Lo que me interesa señalar para efectos de este análisis es que sería un error disociar la segunda ordeña de la primera. Tiene razón Jorge Zepeda Patterson cuando afirma que “la gente roba los bienes públicos (y los privados cuando puede hacerlo impunemente) no solo porque no hay un orden legítimo que se los impida, sino porque asume que los de arriba, los ricos, los políticos, los empresarios, hacen lo mismo”.
La descripción de Zepeda Patterson puede ser ilustrada acudiendo a las categorías “chingón” y “chingado” desarrolladas por el premio Nobel Octavio Paz. En “El Laberinto de la Soledad”, Paz habla del origen del verbo “chingar” y de su significado fundamental: tomar por la fuerza algo que no nos pertenece. Desde luego, para que haya una persona “chingona” —aquella persona que toma por la fuerza— se requiere que haya una persona “chingada”. Un motivo fundamental detrás del fenómeno de comunidades completas dedicándose al “huachicoleo” es su estado de “chingados”; es decir, de personas a las que les llega el Estado, el desarrollo o los recursos materiales previamente ordeñados. En este sentido, señalar o condenar como criminales a los habitantes de comunidades en la miseria y perdonar o aceptar socialmente a los “huachicoleros” pertenecientes a las élites —que no se bañan en gasolina, pero sí en otro tipo de bienes— es de una doble moral escalofriante.
En este sentido, es entendible y plausible el plan del gobierno federal de irrigar con recursos y programas sociales aquellas zonas que se dedican al “huachicoleo”. La lógica aquí es que con suficiente bienestar un buen número de personas se abstendría de participar en actividades como la rapiña o la ordeña. Este enfoque del problema de la violencia o la delincuencia no sólo es acertado —atiende a las causas fundamentales—, sino que se rompe con la fallida estrategia iniciada por Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Pero sería un error tomar como válidos los discursos simplistas. El Presidente básicamente ha dicho a algunas de estas comunidades que ahora se deben “portar bien” porque ya no hay pretexto para hacer lo contrario. Pero es complicado pensar que tras años de crecimiento y mimetización con el tejido social un estímulo de esta naturaleza pueda tener un efecto inmediato. Conclusión: El gobierno de AMLO se enfrenta a dos niveles de ordeña. Su intención y la estrategia que ha elegido para terminar con éstos es muy distinta a la de sus antecesores. El cambio es loable, pero el gran riesgo es que las medidas que el nuevo gobierno impulsa a toda prisa terminen por ser tan poco complejas como los argumentos de quienes le satanizan o deifican.
EXCURSO
A estas alturas, por desgracia, el nombramiento de Celia Rivas al frente del Registro Civil no sorprende, pero la falta de sorpresa no hace que esta decisión de Mauricio Vila sea menos impresentable ni hace más aceptable el silencio de las personas que simpatizan o militan en el PAN.— Edimburgo, Reino Unido.