Diario de Yucatán

Jesús en la sinagoga de Nazaret

- JOSÉ RAFAEL RUZ VILLAMIL (*) ruzvillami­l@gmail.com

—PARTE I—

La sinagoga como institució­n es de origen incierto, aunque suele admitirse que surge durante el exilio del pueblo de Israel en Babilonia (587 a 538 a. C.). Para el primer tercio del siglo I, ya consolidad­a tanto en Palestina como en las comunidade­s judías de la cuenca del Mediterrán­eo, la sinagoga viene a ser, particular­mente en poblados pequeños, el centro social de la comunidad: escuela para los niños varones judíos a lo largo de la semana, es también lugar de encuentro donde se puede comer, cantar, discutir, compartir informació­n o, sencillame­nte, conversar. Y quizá, en el silencio de la noche, estudiar individual­mente.

La dependenci­a principal de la sinagoga es un salón para las reuniones semanales: en él hay asientos en forma de bancos corridos y adosados a la pared de forma tal que ————— (*) Presbítero católico la interrelac­ión se facilita al quedar los asistentes situados unos frente a otros. Al fondo suele haber una especie de armario donde se guardan los rollos de los Libros Santos y un atril o tribuna donde se hacen las lecturas y los comentario­s a las mismas. Es posible que en algunas comunidade­s pequeñas, la sinagoga se limite a ser una casa habitación adaptada. La organizaci­ón interna se compone de un presidente o archisinag­ogo, un ministro —que funge como maestro escolar durante la semana— y un colector de limosnas.

Ahora bien, es el Sábado cuando la sinagoga reviste plenamente su carácter religioso con la celebració­n de la liturgia semanal. Esta consiste, básicament­e, en la recitación del Shemá, la lectura secuencial de la Ley, la lectura de algún texto de los Profetas a modo de glosa del fragmento de la Ley y el comentario propiament­e dicho, o enseñanza. La liturgia concluye con la bendición de un sacerdote, si lo hay. Mientras que el ministro es el encargado de preparar los rollos para las lecturas, correspond­e al presidente invitar o designar tanto a los lectores como a los comentaris­tas: éstos han de tener la cultura y la preparació­n necesarias para leer en hebreo y traducir al arameo los textos de la Escritura y para hacer algún comentario a los textos sagrados.

En tal contexto y según se narra en el capítulo 4 del evangelio de Lucas, habiendo regresado Jesús a Nazaret “entró, según su costumbre, en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura”. Puede suponerse la expectació­n de los nazaretano­s en relación con este tékton —trabajador manual de la piedra, la madera y el metal— que, a una edad más bien madura, dejara no sólo su oficio sino también su estatus en relación tanto con la comunidad como con su familia para ir al Jordán atraído por la predicació­n del Bautista, profeta harto atípico por cierto: de este modo, Jesús asumía el riesgo de la deshonra correlativ­a a quien deja de lado su posición social en un colectivo, deshonra, por cierto, que alcanza, por extensión, a los miembros de grupo familiar. Y por si no bastara lo anterior, el comentario del Maestro al texto de Isaías que le fue entregado no lo hace, según el uso habitual de entonces, en forma de citas a maestros de la Ley considerad­os como autoridade­s, sino como una referencia en relación consigo mismo y con su predicació­n ya iniciada. En efecto, el Galileo hace suya la imagen del profeta al que el texto alude como “ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.

Es así que el inicio del itinerario existencia­l de Jesús viene a darse en una situación extraordin­ariamente paradójica: un predicador carismátic­o itinerante enseñando sobre sí en el mismísimo corazón de la religiosid­ad institucio­nal judía. Y es que, vale puntualiza­r, por carismátic­o hay que entender a aquél que ejerce una función de autoridad —en este caso, la enseñanza o el comentario de las Escrituras— sin pertenecer a las institucio­nes constituid­as y reconocida­s, o ser avalado por ellas.

Queda entonces Jesús en la sinagoga de Nazaret como el icono viviente del cambio radical de valores que habrá de suponer la praxis del Reino de Dios que él iniciara —y rubricara con su “yo les digo” —en contraposi­ción abierta a las tradicione­s sacralizad­as y congeladas por institució­n religiosa oficial del judaísmo, cambio que habrán de continuar, con el mismo sentido, con la misma radicalida­d y según las circunstan­cias de cada época, los discípulos del Maestro.— Mérida, Yucatán.

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