Megan Maiorana cosechó aplausos al participar en el concierto de la OSY.
Megan Maiorana endulza los oídos con la Orquesta
Muy ahí en lo alto, cristal de roca, certera geometría, brilló la sonora dádiva de Antonin Dvorak en el segundo concierto de la XXXI temporada de la Orquesta Sinfónica de Yucatán (OSY), anteanoche, en el Teatro Peón Contreras.
Pero en esta ocasión, el inmenso checo estuvo bien acompañado por dos norteamericanos: Aaron Copland y Lowell Liebermann. Para actualizar un concierto de este último, la flautista neoyorquina Megan Maiorana llegó desde la hermana Aguascalientes, su sede laboral.
“Todo mi ser vibra ante los estímulos de las ondas sonoras producidas por instrumentos que suenen solos o en conjunto”. Quien opina —don Aaron— fue un eterno buscador de las entrañas de lo popular, ya fuese de su patria o de las ajenas. Este segundo concierto se inició con su Obertura Exterior.
Rechinan las bisagras de una puerta y salimos al aire libre. Imperio de los alientos. Juegos del clarinete y el oboe. Lejanías de flauta. Visión de horizontes abiertos y no urbanos. Amplio espacio para respirar sin el ojo vigilante de la normatividad. Tal es el lenguaje de Copland que recuperamos con simpatía. Modernísima atmósfera que nuestra orquesta expresó con acento y ritmo.
Para esta primera visita a nuestra urbe, Megan seleccionó con audacia el concierto que Liebermann, actualmente de 58 años, compusiera apenas en 1991 y se ha ubicado entre los preferidos por los jóvenes intérpretes.
Decimos que con audacia porque la pieza de don Lowell posee dificultades que retan a cualquier flautista que aspire a renombre. Sus tres tiempos, pero sobre todo el rondó final —Presto— exigen respiración extensa, laborioso fraseo, certero matizado y juego digital como pocas veces.
La señorita Maiorana y nuestra orquesta subieron los peldaños de un texto entre romántico y moderno, de gran colorido sonoro, con segmentos que recuerdan a Prokófiev y otros que parecieran de Poulanc. Ella fue radiante en las variaciones del Moderato inicial, nos asomó al filo de la ternura en el tránsito del Adagio y fue luminosamente certera en el abordaje de riesgosos armónicos en la sección final. Los aplausos del público fueron insistentes.
En honor a su patria
Pero, más cercana al gusto general, la voz de Antonin Dvorak levantó su silueta con aquella sinfonía —la novena— que compusiera en Estados Unidos con la memoria puesta en su familia y su patria. Asombrado ante una nación en crecimiento, pero con la añoranza de las calles de Praga.
Célebre como ninguna otra de las suyas, esta pieza del “Brahms checo” ha sido catalogada como interracial porque combina temas de la tierra nativa del autor con sugerencias de melodías indígenas y “espirituales” negros escuchados durante su residencia americana.
El trazo genial se desborda en cuatro movimientos, de los cuales, el segundo (adagio) y el último han atrapado el afecto de los oyentes de todo el mundo. Evocación de las regiones eslavas, pero asimismo una referencia emotiva a la inmensidad de las praderas norteamericanas donde el espíritu de aventura fue abriendo caminos hacia el Oeste.
Desde el barandal de las evocaciones y las miradas proféticas, pretérito y futuro establecen un círculo de inspiración en el que se fraguan las bellas expansiones de los temas que nuestra orquesta sinfónica reprodujo con tino y efectividad agradecidos efusivamente por el numeroso público en el recinto.—