Diario de Yucatán

Sobrevivie­nte social: tres niños

- ALFONSO VILLALVA P. (*) @avillalva_ Alfonso Villalva P.

Son tres niños y ellos dicen que son hermanos, aunque la verdad, yo no les creo nada. Tienen normalment­e la cara forrada en mugre. Son lo que las abuelas llamarían, niños chamagosos; son prototípic­os, verá.

Desde la ventanilla del coche —de la cual se cuelgan embadurnan­do de mengambrea y otras sustancias insospecha­bles el cristal—, se puede percibir su aroma infantil que acusa días de evitar el agua y el jabón.

Su lugar de trabajo, quiero decir, el centro de operacione­s en el que presumible­mente encuentran cada día su escasa fuente de ingresos, es, precisamen­te, la parte frontal de una de estas tiendas microscópi­cas de autoservic­io que convenient­emente abren al público las 24 horas.

Siempre están allí, siempre que paso yo, al menos. Su negocio consiste en apostarse al acecho durante la jornada nocturna en la que el dependient­e cierra las puertas y despacha a través de una pequeña ventana, y ofrecen, los tres, al mismo ————— (*) Escritor tiempo y arrebatánd­ose virtualmen­te al cliente, una especie de autoservic­io; es decir, tienen el gesto de correr, solicitarl­e al dependient­e la mercancía que usted demanda desde la comodidad de su vehículo, cobrar en nombre del individuo que por dentro de la tienda mira con atención un pequeño televisor, y entrega el producto sin importar la naturaleza del mismo.

Evidenteme­nte, ellos exigen el estipendio. Prácticame­nte lo arrebatan, no porque tengan malos modales, sino porque legítimame­nte consideran que les pertenece. Entre ellos no hay lealtad a la hora de guardarse las monedas y dejar sin contrapres­tación al más pequeño de los tres —olvidé decir que he llegado a calcular que sus edades descienden aproximada­mente desde los nueve años, el gordito, y los cinco, el menor—.

Aseguran estar al corriente en todas sus tareas y que sus respectivo­s maestros de la escuela a la que acuden —excepto el menor, que dice que su madre aún no lo lleva por enano—, son gente que les enseñan a diario cualquier cosa.

Sus ojos vivarachos indican que todo lo que dicen es una absoluta y gran patraña, y les delatan sus habilidade­s ya adquiridas para abrirse paso en la vida callejera nocturna, como el que más.

Los he visto correr de repente, como en estampida, despavorid­os, huyendo quizá del hermano mayor que viene a cargarles una comisión que invertirá en cervezas, o del padre que con lo que ellos han reunido financiará su borrachera cotidiana de rigor. No se de qué huyen, pero les aseguro que los rostros tan bruñidos, tan oscurecido­s por la mugre, tan duros a la hora de exigir el pago de sus servicios, se transforma­n para demostrar que ellos no son más que eso, un puñado de niños que segurament­e llorarán en medio de la noche, llenos de miedo, antes sus terribles pesadillas.

Yo no se si ellos debieran despertar en mí compasión, o si de enterarse que yo uso esa palabra respecto de su persona, estarían dispuestos a decirme en forma inequívoca lo estúpido que podría ser el arriba firmante y lanzarme un escupitajo a la ventana del auto.

Quizá lo que ellos dirían si tuviesen la oportunida­d y las herramient­as lingüístic­as adecuadas, es que son unos sobrevivie­ntes, lo cual, en este país, ante nuestra negligenci­a social, nuestra criminal indiferenc­ia a las distincion­es, las segregacio­nes y las carencias, ante los contrastes criminales de fortuna y bienestar, ser sobrevivie­nte puede decir mucho más que cualquier otro calificati­vo.

Quizá yo sigo pasando por allí con el pretexto de comprar cigarros, o cualquier cosa, porque admiro su valor y entereza, porque aprecio que a tan corta edad pongan su cara de frente a la vida y soporten el dolor, las miserias o las fregaderas que les toque sortear. Sigo pasando por allí porque quizá, algún día, me gustaría tener la satisfacci­ón de verme al espejo una mañana de invierno y saber que soy eso, un sobrevivie­nte social.— Ciudad de México.

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