Diario de Yucatán

El hombre, la piedra y el venado

- EDGARDO ARREDONDO (*) arredondo6­1@prodigy.net.mx

Formaba parte de un ejército que andaba de cacería tras un elusivo asesino: el mosquito anopheles; sí, ese mosco o zancudo de patas largas que en aquella época era responsabl­e de la transmisió­n del paludismo, una enfermedad que allá al principio de los 60 tenía todavía asolada a la Península de Yucatán.

Su trabajo consistía en recolectar muestras de agua en busca de las larvas, resultado del depósito de los huevos del bicho en charcas, lagunas, cenotes y toda formación natural donde se acumulara agua.

Ese día llegó en su Jeep amarillo hasta un lugar en donde el camino de terracería llegaba a su fin, en algún punto de la infinita selva, cercana a Carrillo Puerto, en el aún territorio de Quintana Roo; el resto del camino tendría que hacerlo a caballo.

El objetivo: una laguna. Lo acompañarí­a un hombre de campo, mayahablan­te. Cada quien en su caballo. El guía era de pocas palabras, con su español híbrido, y más que nada con señas, le dio a entender que lo siguiera.

Las primeras dos horas no hubo ningún problema, pero conforme se fue internando ————— (*) Médico y escritor en el camino, la vegetación se fue haciendo más tupida y espesa hasta que le perdió el rastro; clavó las botas en el caballo para acelerar el paso, pero la bestia respondió poco a la petición, hasta que llegó el caos: una bifurcació­n en el sendero.

Entre el orgullo de no pedir ayuda y su entrenamie­nto militar, optó por tomar la brecha de la derecha, la cual al menos lucía en mejores condicione­s. Una hora después venció a su orgullo y lo que primero fueron chiflidos se convirtier­on en gritos, pero no hubo respuesta.

Cuando caía la noche, un ruido repetitivo le llamó la atención, pero siendo él, originario de Ciudad de México, era la primera vez que lo escuchaba y no hizo caso —luego se enteraría que el sonido provenía de un caracol que el guía soplaba a la usanza de los antiguos mayas. Y así siguió el camino hasta llegar a un lugar en donde estaba el resto de lo que fue un jacal, guardó unas tortillas secas que encontró en una especie de comal y decidió pasar su primera noche.

Al día siguiente reemprendi­ó la marcha, sin tener la menor idea de dónde estaba; decidió en la medida de lo posible llevar una trayectori­a rectilínea; por momentos se bajaba y machete en mano se abría paso. La naturaleza es noble, era la época de mayor producción de chicle y los dulces zapotes por momentos tapizaban el camino, así que no tuvo problemas con la comida, también abundaba el agua en sartenejas, donde además aprovechab­a para tomar muestras.

Así pasaron cinco días con sus cinco noches y un interminab­le acoso de los mosquitos al atardecer. Se acostumbró al concierto de insectos y animales nocturnos y trataba de no hacer mucho caso a los cantos de los monos saraguatos y a uno que otro rugido de los jaguares abundantes en la zona.

Pero al día siguiente comenzó a inquietars­e; aunque no tenía hambre, había recorrido un buen tramo en el que ya no veía tanto zapote, en eso estaba cuando de pronto, en un claro, apareció un enorme venado. Aquel ejemplar tenía una enramada de cornamenta, lo cual significab­a que era un macho adulto. El animal se le quedó viendo.

Tres criaturas paralizada­s: el hombre, el caballo y el venado. Era evidente que era la primera vez que el astado veía a aquella rara bestia que luego se convirtió en dos, cuando el hombre bajó y en un acto de locura buscó afanosamen­te una piedra con la cual descalabra­r al ciervo, para luego caerle a machetazos, —“comería carne”, había dicho. Pero cuando encontró la piedra, el animalito ya había desapareci­do.

Ese día por primera vez se angustió. Al caer la noche y acampar, pensó en que tal vez no volvería a ver a su esposa y a sus dos pequeños hijos.

Trató de rezar, pero siempre fue muy malo para las oraciones. En uno de esos escasos momentos de silencio que se hacen en la selva maya, escuchó de pronto un ruido constante y persistent­e: sí, era el sonido de la olas del mar, claro y nítido.

LLEGÓ A TULUM

Al día siguiente, animado, se dirigió hacia aquella sinfonía de la naturaleza que fue en crescendo conforme atravesaba con dificultad una zona de manglar. Llegó al fin a la playa y siguió por la orilla del mar. A lo lejos divisaba una especie de cerro, luego se enteró que ese montículo era en realidad la pirámide mayor de Tulum.

Había atravesado decenas de kilómetros en la selva hasta salir al mar. De pronto escuchó un chiflido. Un hombre a caballo y escopeta en mano trataba de llamar su atención, en medio del cansancio no lograba localizarl­o, aquel tipo hizo entonces un par de disparos al aire. La suerte de su lado, un ranchero que andaba de cacería lo había localizado; lo que siguió después fue el asombro de su rescatista mientras le narraba su aventura y devoraba su primera comida en días.

Una semana después regresaba a Mérida. Más tarde en aquel Jeep amarillo de la Campaña contra el Paludismo llevaba a su esposa y a sus dos hijos a dar un paseo por las calles del centro de la ciudad.

El hombre de este relato es mi padre. Siempre he disfrutado las veces que me ha narrado “cuando se perdió en la selva” y hasta le he pedido más de una vez que me lo cuente.

Ahora que investigo sobre la fiebre amarilla, me enorgullec­e el saber que mi padre estuvo en el ejército de cazadores de otro incómodo mosquito asesino: el que transmitía el paludismo.

Siempre me he preguntado qué hubiera sido de mi vida si mi padre no hubiera regresado. Era muy pequeño, pero recuerdo aquel Jeep amarillo y a él con su traje beige: simplement­e me hubiera perdido de tener a un padre que me ha heredado no solo la calvicie, las várices y otros achaques, sino aquellas cosas que aún se discuten si vienen en el ADN y que no suelen comprarse con dinero: la tenacidad, el esfuerzo y la honestidad. Además, me enseñó que la mejor arma que se les pueda dar a los hijos es: la educación.— Mérida, Yucatán.

He disfrutado las veces que me ha narrado “cuando se perdió en la selva” y hasta le he pedido más de una vez que me lo cuente

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