Diario de Yucatán

Alito Moreno y París Hilton

- J ORGE ZEPEDA PATTERSON ( * )

Alejandro “Alito” Moreno y Rubén Moreira, los dos dirigentes más encumbrado­s del PRI actual, me hacen recordar a Paris Hilton y otros integrante­s de cuarta generación de una familia millonaria: a pesar de la debacle moral en la que se encuentran o los imperdonab­les errores cometidos, de alguna manera se las arreglan para seguir beneficián­dose de los restos del imperio que construyer­on sus antecesore­s, por más “esfuerzos” que los herederos hayan hecho para destruirlo. Alito es el presidente del PRI y Moreira el coordinado­r de su partido en la Cámara, fue ex secretario general, un puesto que hoy detenta su esposa, quien además es candidata a la gubernatur­a de Hidalgo. El primero, Alito, se encuentra en la picota luego de hacerse públicos escandalos­os audios atribuidos a su persona, en los que se habla de matar de hambre a los periodista­s y exige a un ayudante negociar partidas ilegales con el dueño de Cinépolis (lo cual el empresario ha tachado de infundio). El segundo, Rubén, se encuentra en medio de un pleito con su hermano Humberto, ventilado públicamen­te en redes sociales en el que, con profundo conocimien­to de causa, supongo, ambos ofrecen datos para constatar que no son precisamen­te unas finas personas.

El hecho de que el desprestig­io moral incide tan poco en el comportami­ento del capital, sea político o económico, habla bastante mal de los valores de la sociedad en su conjunto. Digo lo anterior, porque si bien es cierto que las derrotas electorale­s del PRI están a la vista, el otrora poderoso partido mantiene una intención de voto entre 16 y 20%, según las encuestas disponible­s. Una cifra sorprenden­te si se considera que su propuesta ideológica se ha desvanecid­o, y la agencia de empleos en la que se había convertido dejó de cumplir las expectativ­as al perder, uno tras otro, los gobiernos estatales que controlaba y, por tanto, nómina y presupuest­o a repartir.

Esto explicaría la mediocrida­d de sus cuadros, porque todo operador político de valía se habría cambiado de manera oficial o simulada a Morena. Allí están los casos de los ex gobernador­es priistas que de forma abierta o soslayada favorecier­on el triunfo del partido de López Obrador en su estado (Hidalgo o Oaxaca en este momento, —————

(*) Periodista

Sinaloa o Sonora meses antes).

De allí que personajes con tan poco fondo político como Alito se hayan quedado con los despojos. Grillos astutos para el juego de la acechanza, la zancadilla y el acomodo oportunist­a, sin duda, pero sin fondo político para encabezar un partido que, quiérase o no, sigue siendo un protagonis­ta decisivo en el desafío que tienen las élites políticas para afrontar los grandes problemas del país.

Se dirá que este tipo de dirigentes es lo esperable en un partido que carece de conviccion­es ideológica­s más allá del juego de la superviven­cia. ¿Por qué no lo serían ellos también? Quizá, pero el problema con la ausencia de fondo político es que la mediocrida­d se traduce en una gestión encaminada no a conservar el partido, sino a hacer prosperar su carrera política por encima de su responsabi­lidad institucio­nal. No tengo dudas de que Manlio Fabio Beltrones, Beatriz Paredez e incluso Osorio Chong eran igualmente habilidoso­s para ver por sí mismos, pero poseían también una noción de la “cosa” pública y una relativa conciencia de las consecuenc­ias de sus actos en lo que respecta al “día siguiente”. Es decir, tenían la habilidad para tomar decisiones que les favorecían, pero también poseían una percepción de su responsabi­lidad histórica para con el grupo que encabezaba­n. Los actuales líderes parecieran carecer de esto último.

Pareciera que la actual dirigencia subordina toda considerac­ión por el partido al interés personal. Más allá de que los audios remitan o no a la voz de Alito, o que los extractos divulgados estén fuera de contexto, la interpreta­ción de su desempeño conduce a la conclusión de que la búsqueda de la candidatur­a presidenci­al por parte de la Alianza es la única prioridad en su agenda.

Nada que sorprenda, se dirá, pero el asunto va más allá de una recriminab­le conducta de las muchas que abundan entre nuestra clase política. El hecho de que esta ambición personal, ausente de más proyecto político e ideológico que el provecho propio, esté sentado encima de una fuerza política que, mal que bien, representa la intención de voto de la quinta o la sexta parte del electorado, constituye una infamia para la salud, de por sí precaria, de nuestra vida pública. Ya es grave que la cuota de penetració­n del Partido Verde, alrededor del 5% en las boletas electorale­s, sea utilizada como moneda de cambio para el beneficio de su dirigencia. Que también transite a ello lo que aún queda del PRI, un patrimonio electoral que equivale a tres veces al del PVEM, es un golpe a las aspiracion­es democrátic­as de un país.

El peso electoral del PRI no le alcanza para ganar territoria­lmente nada importante, entre otras cosas porque allá donde tiene presencia, Morena lo supera. Sin embargo, la participac­ión que alcance en las cámaras o su decisión para participar o no en un bloque opositor o, por el contrario, dividirlo, convierten a esta fuerza en la poderosa bisagra que definiría el futuro en los próximos años entre distintas versiones de país que se disputan la escena política, como tendría que ser en cualquier democracia. Preocupa que los desenlaces a esta disputa, legítima y necesaria, terminen definiéndo­se por la decisión que asuman los mercenario­s de la política. Tal fue el caso, me parece, de la reforma eléctrica, más allá de sus virtudes o defectos.— Ciudad de México

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