HOMILÍA DOMINICAL
“LEVANTANDO L AS MANOS, LOS BENDIJO…”
Jesús, habiendo cumplido su misión, su obra habría de fructificar en la salvación de todos los pueblos. Por eso era necesario que los Apóstoles anuncien el Evangelio a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Aquellas naciones que escuchen el Evangelio y respondan a la llamada de conversión, se salvarán.
Los apóstoles fueron testigos de cuanto vieron y oyeron, en especial de la muerte y resurrección de Jesús. Pero, para que pudieran realizar eficazmente su misión, Jesús les envió “lo que el Padre prometió”, el Espíritu Santo, cuya venida sobre todo el pueblo ya habían anunciado los profetas.
San Lucas concluye su Evangelio narrando concisamente la Ascensión de Jesús.La subida de Jesús al cielo está descrita según la visión antigua del universo. Pero el autor no está interesado en el hecho como un acontecimiento visible, y mucho menos en confirmar la cosmovisión de su tiempo, sino tan sólo en lo que significa realmente la “prueba” o “signo” de la Ascensión: que Jesús retorna definitivamente a la posesión de la “gloria” que le pertenece. Que Jesús, muerto y resucitado, es hoy el Señor que ha triunfado sobre el pecado y la muerte, que ha tomado posesión del universo y lo ha reconciliado con el Padre. Los textos más antiguos coinciden todos en asociar íntimamente la Ascensión de Jesús a los cielos con su Muerte y Resurrección.
La ascensión no es una fiesta de soñadores, de gentes eufóricas sino la representación visible y simbólica de un enlace entre el presente y el futuro, entre existencia y esperanza. Como escribió san Pablo a los efesios, Dios nos abre los ojos de la mente para hacernos brillar la maravillosa “esperanza a la que nos ha llamado” (Ef 1, 18). Por eso, en donde quiera que estemos, siempre debemos ser testigos de Cristo y de sus enseñanzas.
La solemnidad litúrgica de hoy es la fiesta de la esperanza, es la proclamación de la inmortalidad bienaventurada, es el índice dirigido hacia la meta última de la vida. Mientras esperaba el día de la decapitación (que fue el 6 de julio de 1535), santo Tomás Moro escribió una carta a las personas que lo amaban, cuyo párrafo central es este: “No se entristezcan, porque confío que, una vez en el cielo, nos volveremos a ver muy alegremente, en total regocijo, arriba en donde estaremos seguros de vivir y amarnos juntos, en alegre bienaventuranza, para siempre, eternamente”.