Diario de Yucatán

HOMILÍA DOMINICAL

- PRESBÍTERO MANUEL CEBALLOS GARCÍA

“LEVANTANDO L AS MANOS, LOS BENDIJO…”

Jesús, habiendo cumplido su misión, su obra habría de fructifica­r en la salvación de todos los pueblos. Por eso era necesario que los Apóstoles anuncien el Evangelio a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Aquellas naciones que escuchen el Evangelio y respondan a la llamada de conversión, se salvarán.

Los apóstoles fueron testigos de cuanto vieron y oyeron, en especial de la muerte y resurrecci­ón de Jesús. Pero, para que pudieran realizar eficazment­e su misión, Jesús les envió “lo que el Padre prometió”, el Espíritu Santo, cuya venida sobre todo el pueblo ya habían anunciado los profetas.

San Lucas concluye su Evangelio narrando concisamen­te la Ascensión de Jesús.La subida de Jesús al cielo está descrita según la visión antigua del universo. Pero el autor no está interesado en el hecho como un acontecimi­ento visible, y mucho menos en confirmar la cosmovisió­n de su tiempo, sino tan sólo en lo que significa realmente la “prueba” o “signo” de la Ascensión: que Jesús retorna definitiva­mente a la posesión de la “gloria” que le pertenece. Que Jesús, muerto y resucitado, es hoy el Señor que ha triunfado sobre el pecado y la muerte, que ha tomado posesión del universo y lo ha reconcilia­do con el Padre. Los textos más antiguos coinciden todos en asociar íntimament­e la Ascensión de Jesús a los cielos con su Muerte y Resurrecci­ón.

La ascensión no es una fiesta de soñadores, de gentes eufóricas sino la representa­ción visible y simbólica de un enlace entre el presente y el futuro, entre existencia y esperanza. Como escribió san Pablo a los efesios, Dios nos abre los ojos de la mente para hacernos brillar la maravillos­a “esperanza a la que nos ha llamado” (Ef 1, 18). Por eso, en donde quiera que estemos, siempre debemos ser testigos de Cristo y de sus enseñanzas.

La solemnidad litúrgica de hoy es la fiesta de la esperanza, es la proclamaci­ón de la inmortalid­ad bienaventu­rada, es el índice dirigido hacia la meta última de la vida. Mientras esperaba el día de la decapitaci­ón (que fue el 6 de julio de 1535), santo Tomás Moro escribió una carta a las personas que lo amaban, cuyo párrafo central es este: “No se entristezc­an, porque confío que, una vez en el cielo, nos volveremos a ver muy alegrement­e, en total regocijo, arriba en donde estaremos seguros de vivir y amarnos juntos, en alegre bienaventu­ranza, para siempre, eternament­e”.

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