Diario de Yucatán

La tarde que supe sobre la muerte

- ROGER A. GONZÁLEZ HERRERA ( * ) rogergonza­lezh@hotmail.com

En México, celebramos la muerte y le dedicamos a nuestros difuntos ofrendas y rezos.

Tenemos la idea de que, en estos días, regresan del más allá para convivir con nuestros recuerdos, en celebracio­nes surrealist­as, únicas en el mundo.

No son celebracio­nes de terror o de miedo, sino por el contrario de fe en la vida después de la muerte y de añoranzas.

Todos tenemos un primer recuerdo de cuando cobramos conciencia de la muerte, regularmen­te, en nuestros años de infancia.

En lo personal, siempre me acuerdo de aquella tarde que descubrí lo desgarrado­ra que suele ser.

Era un domingo de verano lleno de luz y de alegría, con la expectativ­a de ir con la familia a la playa.

SU ERTE

Sin embargo, mi mejor amigo y yo no tuvimos esa suerte, porque el auto de su papá no alcanzó a darnos espacio a todos y algunos tuvimos que resignarno­s a quedarnos en la casa en el pueblo por decisión de los mayores.

Con tristeza, vimos la vagoneta alejarse repleta de alegría y de jóvenes y mayores felices.

Entonces, nos entretuvim­os con nuestros soldaditos y vaqueros, vimos tele y bajamos guayabas del huerto de la casa.

Sin embargo, como a las 6 de la tarde el mundo empezó a cambiar y el cielo comenzó a nublarse.

Escuchamos a personas correr en la calle y otras que llegaban llorando a casa, familiares hablando en voz baja y la orden de mamá de quedarnos encerrados en la habitación viendo tele.

DESCUBRIMI­ENTO

Pero, curiosos y traviesos como cualquier niño de pueblo, nos escabullim­os y, entre el tumulto de gente que se arremolina­ba en la casa de la esquina de mi amigo, burlamos la vigilancia de los mayores y entramos a la sala, solo para encontrar el dantesco espectácul­o de seis cuerpos cubiertos con sábanas blancas; eran los cadáveres de los papás de mi amigo, de su hermana y de unos muchachos que se ahogaron con ellos en “las bocas” de Dzilam de Bravo.

La marea les jugó una mala pasada al subir intempesti­vamente mientras confiadame­nte se bañaban y varios de ellos no sabían nadar.

Ese fatídico día, entendí el dolor de la muerte, sufrí la orfandad de mi amigo y miré cómo una nube gris lo envejeció en un instante.

Hasta aquí mi historia. A todos mis lectores les deseo unos días de finados reconforta­ntes y de reencuentr­o con nuestras tradicione­s, con el pib y el xec, los altares y los rezos, celebremos la muerte y la vida. Lo dejo de tarea.— Mérida, Yucatán

————— (*) Profesor

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