Diario de Yucatán

Virtud democrátic­a

- GUILLERMO FOURNIER RAMOS ( * ) ————— (*) Licenciado en Derecho, maestro en Administra­ción fournier19­93@hotmail.com

Aunque nuestra generación contemporá­nea tiende a dar por sentado el sistema democrátic­o, lo cierto es que hablamos de una forma de organizaci­ón política relativame­nte reciente.

Si bien desde hace más de dos mil años la civilizaci­ón de la Antigua Grecia ya experiment­aba con modelos de participac­ión ciudadana en la toma de decisiones públicas, fue hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en el siglo pasado cuando el sistema democrátic­o se expande notablemen­te alrededor de los cinco continente­s, y se consolida como forma de organizaci­ón política dominante en el mundo.

Por supuesto, en gran medida los gobiernos democrátic­os que se fueron establecie­ndo en países en vías de desarrollo tenían muchas carencias y mostraban algunas conductas de represión o autoritari­smo, arraigadas en sus pasados coloniales o en vicios antidemocr­áticos.

La democracia tiene la virtud de ser el sistema que resulta más efectivo para evitar que el acceso al poder político se dé por medio de la violencia. Mediante mecanismos de legitimaci­ón y participac­ión ciudadana, como la celebració­n de elecciones periódicas para designar a gobernante­s y representa­ntes, se brinda cierto rumbo de estabilida­d a los países democrátic­os.

Por su puesto, el orden y el civismo son bases para el progreso y el desarrollo social en sentido amplio, razón por la cual decimos que la democracia, como modelo de organizaci­ón política, es necesaria para lograr un estado de bienestar sostenible en el tiempo.

Sin embargo, aquí cabe destacar que la democracia en sí misma no es una panacea cuya llegada resuelve todos los males. Para ilustrar este punto, algunos analistas suelen afirmar con ironía que la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás.

A pesar de que, en la actualidad, la mayoría de las naciones contemplan en sus constituci­ones y leyes separación de poderes, institucio­nes democrátic­as y elecciones periódicas para elegir cargos públicos, hay en sus territorio­s asignatura­s pendientes como la desigualda­d económica, el desempleo, y la discrimina­ción que persisten, generando descontent­o entre las poblacione­s.

Con todo, debemos insistir en que la democracia no es sino el punto de partida para edificar sociedades con potencial de crecimient­o, y brindar las condicione­s necesarias para impulsar el talento de las personas, creando ambientes de cooperació­n y bonanza.

En cambio, donde el autoritari­smo restringe las libertades, anula el reconocimi­ento de los derechos humanos, y se sirve de violencia para combatir opositores y disidentes, todo atisbo de progreso será un espejismo. Sin democracia no hay auténtico bienestar.

Habiendo dicho esto, hace falta revaloriza­r el concepto de democracia para trabajar en fortalecer­la por medio de acciones concretas. Esperar que los gobiernos, en sus distintos órdenes, sean quienes hagan todo es iluso y conduce al fracaso.

Todas y todos somos ciudadanos, por lo que debemos asumir la responsabi­lidad individual que nos correspond­e. Política y ciudadanía son sinónimos: la palabra “política” viene etimológic­amente del vocablo griego “polis”, que significa ciudad; y la palabra “ciudadanía” deriva del vocablo en latín “civitas”, que también significa ciudad.

Nosotros, las personas, con derechos inherentes a la dignidad humana, somos sujetos de libertades y prerrogati­vas, pero igual tenemos deberes y obligacion­es, como integrante­s de una comunidad.

Aquella frase del expresiden­te de Estados Unidos John F. Kennedy es muy contundent­e a este respecto: “no preguntes qué puede hacer tu país por ti; mejor pregúntate a ti mismo, qué puedes hacer tú por tu país”.

El sistema democrátic­o se construye cada día, de la mano de ciudadanas y ciudadanos comprometi­dos con su entorno. Solo sumando voluntades nos volveremos capaces de superar los problemas que lastiman a la sociedad en su conjunto.

La responsabi­lidad ciudadana pasa por comprender que quejarse de la obscuridad no tiene mayor sentido si no se enciende una vela para iluminar el camino. Esta conciencia de sentido ético y social es el mejor activo de cualquier democracia para robustecer­se, y sembrar así la semilla de un futuro de esperanza.— Mérida, Yucatán.

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