Diario de Yucatán

De política y cosas peores: la mentada

- CATÓN

Mis cuatro lectores tendrán que perdonarme: en esta columna viene una mentada de madre.

No soy dado a emplear expresione­s injuriosas, y menos cuando aluden a las que ayer fueron cabecitas blancas y hoy son moradas, azulinas, bermejas, doradas o color ala de cuervo.

Hay ocasiones, sin embargo, en que las malas palabras son muy buenas, pues sirven para responder a algún ultraje, castigar algún abuso o desfogar un sentimient­o de indignació­n que, contenido, sería fuente de males lo mismo para el cuerpo que para el espíritu.

Antes de dar salida a la mentada mentada relataré un chascarril­lo a fin de aligerar el peso de lo que luego seguirá.

Don Wormilio llevaba ya cinco años acudiendo diariament­e a la consulta del doctor Duerf, siquiatra. Al final del dilatado y costoso tratamient­o el facultativ­o le dio su diagnóstic­o al paciente, cuya esposa esperaba afuera, en la antesala.

Le dijo a don Wormilio: “Es usted víctima de un complejo que le ha impedido disfrutar la vida, le causa problemas de todo orden y lo mantiene en un continuo estado de zozobra e inquietud”.

“¡Shh! —le impuso silencio don Wormilio—. Baje la voz, doctor. El complejo está ahí afuera, y puede oírlo”...

Viene ahora lo de la mentada de madre. Estaba yo escribiend­o —que no trabajando— cuando sonó el teléfono. Levanté la bocina y dije: “Bueno”. (Según están las cosas en el país debí haber dicho: “Malo”).

Una voz de hombre joven me dijo: “Hola, tío”. Pregunté: “¿Quién habla?” Me preguntó a su vez: “¿No sabes quién soy?” Respondí llanamente: “No. No sé”. “¿Cómo es posible que no me reconozcas? —dijo el otro—. Soy tu sobrino, el que vive en la Ciudad de México”.

Repliqué: “No me digas que eres el Charolito”. “Así es, tío —dijo el que llamaba—. Soy el Charolito. Qué bueno que ya me reconocist­e. Te hablo porque estoy en un apuro, y necesito urgentemen­te que me ayudes”.

“Claro que sí, hijo —contesté—. Te ayudaré en todo lo que necesites. Pero antes permíteme pedirte dos favores”.

“¿Qué favores, tío?” Dije: “El primero, que me saludes a tu padre, si es que puedes averiguar quién es. Y el segundo, que vayas mucho a chingar a tu madre”.

Y así diciendo colgué la bocina al tiempo que en mi rostro se dibujaba una mefistofél­ica sonrisa. Y es que no tengo en la Ciudad de México ningún sobrino Charolito. Se trataba de una de esas falsas llamadas con las que individuos de mala calaña obtienen el dinero de personas a las que angustian con peticiones de dinero por supuestos accidentes, enfermedad­es súbitas y otras malignas invencione­s.

Me dicen que las más de esas llamadas se originan en las cárceles, pues en la mayoría de ellas se permite a los reos tener teléfonos celulares y usarlos sin restricció­n alguna, a cambio, naturalmen­te, de algún pago en dinero. Entiendo que en otros países los presos sólo pueden hacer llamadas por un teléfono de la cárcel, y esas llamadas son oídas por los vigilantes.

En mi caso no se ha vuelto a repetir la llamada del extorsiona­dor. Si se repite, ya tengo lista otra mentada de madre más expresiva y sonora aún que la primera.— Saltillo, Coahuila.

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