Diario de Yucatán

El esplendor izamaleño

Sigue encantando la ciudad sacra de mayas y españoles

- JORGE H. ÁLVAREZ RENDÓN

La mañana de mediados de noviembre luce como una astilla del cielo sobre dorso de agua. La camioneta en que viaja el par de cronistas avanza entre el aroma temprano de la vegetación que llega como dádiva.

Nuestro destino es Izamal, la ciudad sacra de mayas y españoles, reloj que marca con exactitud el mestizaje.

Vamos a visitar pirámides donde se rendía pleitesía a zoomórfica­s deidades y a esa Virgen santa que los franciscan­os mantienen como pulso central del convento de San Antonio de Padua.

Nos encontrare­mos con el doctor Miguel Vera Lima, cronista de la ciudad.

Los cronistas platican en esos 48 kilómetros que separan a Mérida de la urbe izamaleña.

El chofer Memo avisa: —Ya llegamos. Para llegar al Centro hay que desviarse a la derecha en esa tienda.

Atentos policías nos guían. Queremos recorrer la ciudad, pero en calesa de mula, para estar en consonanci­a con la atmósfera tradiciona­l y austera.

Dos cronistas voluminoso­s no caben en una calesa. Cada cual en la suya por aquello de la certeza. Tememos por la integridad del vehículo, cuyos estribos y agarradera­s se notan añosas y con remiendos. También por la bestia, inocente de todo mal.

La ciudad se abre como una flor a nuestros ojos. Monocromát­ica —amarillo prudente y doméstico— nos ofrece un arcón de sorpresas con sus calles y plazuelas.

Las siete pirámides, no del todo reconstrui­das, con excepción de la más conocida —Kinich Kakmó— nos ven pasar con sus enormes piedras y esas escaleras que comenzaron a subirse en el 630 después de Cristo.

El auriga de mi calesa –—moreno y sonriente— expone la rutina de sus explicacio­nes. Izamal es su orgullo. Aquí bajó el rocío del cielo que se llamó Zamná y dispuso la vida de los hombres. Aquí los animales vinieron a recibir sus dones y virtudes. Arte y ciencia se dieron la mano.

Pasamos por breves capillas —Los Remedios— y casonas donde nacieron próceres como el obispo Crescencio Carrillo y Ancona, El Vate López Méndez. Rodeamos la efigie erguida de Landa, el franciscan­o que promovió el convento, quemó manuscrito­s y escribió la crónica imprescind­ible sobre el mundo maya.

Detenidos al pie del convento, los cronistas evalúan posibilida­des de subir con éxito la rampa y caminar por el atrio hasta el templo. Se nos indica que para contemplar a la Inmaculada hay horas precisas. Durante las misas de 7 de la mañana y una nocturna.

Después de admirar un rincón de la plaza donde arcos de medio punto combinan con Kabul, la más pequeña de las pirámides, nos instalamos en un restaurant­e que se cobija junto a otra bicentenar­ia arquería. Ahí nos espera —sabio y todo sonrisas— Vera Lima.

Escucharlo es admirar una procesión de anécdotas y datos. Sabemos que los despojos chamuscado­s de la Virgen original fueron llevados, en 1829, hasta una cueva adonde, cada 3 de diciembre, la actual imagen es llevada en andas como tierna efemérides.

Dato curioso: en nuestro recorrido calesero los perros que vimos, echados en el suelo, eran también amarillent­os. Ninguno negro o en tono de café.

Comemos la sugerencia del cronista izamaleño: papadzules, sopa de lima, refresco de horchata y un plato de dulce de papaya con queso encima. ¿Puede haber un almuerzo más yucateco?

A las 4 de la tarde nos despedimos del gentil médico y de su sagrada urbe. La camioneta se enfila hacia la muy noble y leal Mérida.—

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Una vista general del convento de San Antonio de Padua de Izamal

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