Memorias de un paciente
Compendio del fragmento anterior: había iniciado tratamiento en Ciudad Salud en septiembre de 2017; después de varios estudios: consultas, radiografías de tórax y cadera, una resonancia magnética, diez sesiones de fisioterapia, ejercicios y leves descargas eléctricas, siete unidades de sangre y 20 ampolletas de cefotaxima de un gramo c/u., más varios meses de “ires y venires”, por fin fui candidato a la operación; el diagnóstico fue “Canal lumbar estrecho degenerativo”, alias, Ciática. La cirugía fue dispuesta para el 12 de febrero de 2018; por supuesto, cada una de estas acciones tuvo un costo que fue cubierto en su oportunidad, con resultados devastadores para mi economía y la de mi familia, pero no importaba porque pronto iba a poder caminar sin dolor, como si fuera un chavo de la tercera edad).
Ingresé al hospital el 11 de febrero a muy temprana hora llevando consigo la cefotaxima. Todo ese día y el siguiente hasta las tres de la tarde se me practicó el protocolo establecido: se me estuvo tomando la presión en forma uniforme sin que hubiesen registros que pudieran considerarse anormales o alarmantes, mientras un ejército de curiosos me interpelaba sobre mi estado de salud; veían mi nombre en el expediente al pie de la cama y hacían, todos, las mismas preguntas: don Gustavo, ¿es usted diabético?, no; ¿hipertenso?, no, ni siquiera sé qué es eso; ¿qué religión profesa?, ninguna, soy ateo gracias a dios… y se reían ante esta respuesta tan común y tan incomprendida. Algo parecido a lo que dicen que dijo Sócrates: yo sé muy bien que no sé qué es dios, y a ese, o más bien dicho, a eso desconocido, es a lo que me refiero; pero ellos no lo saben, ellos sólo creen en un dios antropomorfo del que no tienen la menor idea de lo que es.
Creo que respondí mil veces las mismas preguntas; lamenté no haber contado con un letrero con las respuestas escritas a la vista de todos los preguntones que en su mayoría eran estudiantes.
Me transfundieron no sé cuántas botellas de suero, tantas que cada 20 o 30 minutos tenía que ir al mingitorio arrastrando el trípode para sostener el suero. Atravesaba la sala y parte de un pasillo vestido únicamente con una ridícula batita, abierta por la espalda, que había que acomodar con mucho cuidado para no exhibir en todo su esplendor mis desgarbadas “nachas”. Este asunto de las nalgas al aire, a mi juicio, no se justifica. Obligar al paciente a estar semidesnudo lo disminuye, afecta su dignidad, su amor propio, su pundonor. Cuando pregunté la razón a la enfermera, sólo dijo que era para el caso de una emergencia, sin aclarar de qué tipo. Si se tratara de una emergencia clínica o por incendio o sismo, la batita impúdica no ayudaría para maldita la cosa. Supongo que lo hacen para que se vea una clara diferencia entre los pacientes y el personal que deambula a toda hora por el hospital, pero en tal caso una vestimenta tipo pijama sería más apropiado.
Otra experiencia “inolvidable” durante mi estancia preoperatoria, fue que al regresar de una de tantas veces que tuve que ir al baño, la bata impúdica se enredó con la manguerita del suero, de tal forma que no podía acomodarme la condenada prenda; fue entonces que se acercó un joven vestido como médico, hablando como médico y con actitud de médico, a quien ya había visto entrar y salir en repetidas ocasiones. Lo que sucedía con la bata indecorosa y la manguera era evidente, así que no tuve que explicar nada: la desconectó y la libró del enredo y cuando iba a conectarla de nuevo, se le escapó de las manos y fue a parar al suelo; el presunto galeno sólo alcanzó a decir: ¡chingue a su madre!, la levantó con rapidez y la insertó de nuevo en su lugar; el suero siguió fluyendo como si nada, enseguida desapareció; el joven, no la manguerita.
Un segundo después llegó mi hijo a cumplir con su labor de acompañante, justo a tiempo para ser testigo de que una burbuja de aire, que sin duda se había colado en la desconectada de la manguera, ya estaba a medio centímetro de ingresar a mi sistema circulatorio. No se pudo hacer nada; horrorizado e impotente vi como la burbuja desaparecía en el interior de mi brazo izquierdo; mentalmente adivinaba su avance por la vena bajo la piel rumbo al corazón. Estaba seguro que mi víscera cardiaca iba a colapsar cuando las válvulas, al no tener sangre que impulsar se quedarían como “patinando” justo cuando el aire las alcanzara; tendría un dolor agudo en el pecho extendiéndose por mi brazo, mientras aurículas y ventrículos se volverían locos haciendo que mi corazón se moviera sin ritmo y para todos lados, luego simplemente reventaría. Me asusté, por supuesto, quizá porque muchos años antes había visto en una película o leído en una novela que un médico asesino mataba a sus víctimas inyectándoles aire con una jeringuilla, así que cuando calculé que la burbuja estaba llegando a su destino, cerré los ojos, respiré profundo y me dispuse a afrontar lo inevitable… no pasó nada; después me enteré que habiendo sido una burbuja de no más de un centímetro cúbico no había riesgo de colapso; el verdadero riesgo era la posibilidad de haber pillado alguna bacteria maligna cuando la manguera estuvo en contacto con el vil suelo del hospital.
Era el 12 de febrero de 2018 y el reloj había avanzado hasta marcar, si mal no recuerdo, las tres de la tarde. La operación estaba a minutos. En mis setenta y cinco años jamás he sido intervenido quirúrgicamente, nunca se me ha aplicado anestesia más que para extraer alguna pieza dental y como dicen los que saben de estos menesteres, toda operación por sencilla que sea es un riesgo. Ese era justo el momento de filosofar sobre la condición de la existencia y este asunto encierra la profundidad filosófica de aquel mítico letrero a la orilla de la carretera de cierta población: “el que tenga coches que los amarre, el que no, pos no”; es decir, si tengo consciencia estoy vivo, si no, no.
Por ilógico que parezca no me preocupaba qué podría haber después de que muriera, sólo pensaba en desentrañar el misterio de mi existencia, pero antes de mi nacimiento, porque, según mis reflexiones, tiene que ser lo mismo. Si cuando se termina la vida uno deja de existir, antes del nacimiento tampoco se existe, es decir, se está muerto, tan muerto como todos los que aún no han nacido. Así que yo estuve difunto durante toda la existencia de la humanidad y nunca, jamás, a lo largo de mis 75 años de vida, se me había presentado una secuela o un síndrome, un recuerdo o cualquier cosa que de alguna manera me hiciera sufrir por haber estado muerto. Miacnoanliscilsu@sieólsnofldileomsóexfiicao.ceonme.msoxs momentos preoperatorios es que no había de qué preocuparse, no hay que tener miedo a no existir; entraría a quirófano, se me aplicaría una mascarilla y en menos de lo que canta un chompipe —para no usar del todo el lugar común—, yo estaría inconsciente, como muerto; si despertaba, todo iría bien; si no, no me daría cuenta de no existir, porque estoy seguro que los muertos no saben que están muertos… ¿o sí?
Se presentó una enfermera para tomar mi presión arterial —la cual estaba normal— y me vendó las piernas. Llegó el camillero y minutos después estaba en la antesala del quirófano. Una nueva enfermera me volvió a tomar la presión y, para sorpresa mía, me informó que estaba muy alta: 239/110, (no estoy seguro de la segunda cifra, pero sí de la primera porque la vi). Estaba muy sorprendido. La enfermera me invitó a relajarme diciendo que yo estaba muy nervioso, aunque no me sentía así porque sabía que todo era cuestión de que me pusieran la mascarilla de la anestesia. Estaba perfectamente lúcido y tranquilo, lo juro, pero ella insistía: todo va a salir bien, el doctor es un especialista y es muy bueno en estas operaciones, ha hecho cientos. Me hizo una serie de preguntas: ¿se siente mareado?, ¿le duele la cabeza? ¿se siente mal?... a todas respondí que no porque así era; me recomendó que me concentrara en pensamientos relajantes, mientras ella iba a informar al anestesiólogo y medio segundo después empezaron a desfilar otras enfermeras para, por enésima vez, hacerme las preguntas de siempre. ¡Cómo diablos me iba a concentrar!