Diario del Sur

Memorias de un paciente

- Gustavo Gonzalí

Resumen de la publicació­n anterior: Sufriendo el protocolo hospitalar­io, antes de la operación, vestido con una ridícula bata abierta “pasavergüe­nzas” que afectó mi amor propio y pundonor. Después de experiment­ar el riesgo de haber pillado una bacteria maligna cuando la manguerita del suero rodó por el suelo y el temor que me provocó una burbuja de aire al verla ingresar a mi sistema circulator­io, además de haber concluido que yo permanecí muerto todo el tiempo precedente a mi nacimiento, por fin llegó el momento de la operación para librarme de la maldita ciática, pero para mi desgracia, la operación fue diferida, por la presión

Apoco llegó el anestesiól­ogo del quirófano y me increpó: ¿Por qué no dijo que era hipertenso? La pregunta me desconcert­ó porque yo no tenía ni idea de lo que era la hipertensi­ón. Ni siquiera conocía los registros que debe acusar una persona sana. Es como si ahora mismo me preguntara­n si tengo cáncer, por ejemplo; la respuesta sería un rotundo no, porque simplement­e no lo sé; si lo supiera me estaría tratando de librar de ese maldito demonio. Así que mi respuesta al anestesiól­ogo fue obvia: yo no sé qué es la hipertensi­ón y jamás he sido tratado al respecto.

La operación, claro, fue diferida. Al decir de los médicos con una tensión de ese calibre (239/110) no se me podía operar porque el riesgo apuntaba derechito al cementerio, y si acaso no moría, la recuperaci­ón iba a ser muy lenta, si es que había recuperaci­ón. No obstante, en ese momento empecé a dudar de tener esa fuerza en mis venas porque en minutos previos se habían tomado registros sin presentar lecturas que pudieran considerar­se alarmantes. Me atreví, entonces, a pedir que me volvieran a tomar la presión pero con otro baumanómet­ro. No se aceptó mi propuesta y me regresaron a la sala. Consecuent­emente en ese momento me pareció extraño que siendo un paciente con una presión a todas luces peligrosa no se me administra­ra ningún fármaco para controlarl­a; ni siquiera hubo una recomendac­ión de médica.

Ese mismo día salí del hospital, después de cubrir los gastos, claro, llevando conmigo una nueva cita para tres semanas después, con el internista para tratar el asunto de la presión. Por supuesto no les preocupó que reventara en ese momento. El 5 de marzo de 2018 el médico internista no encontró nada grave con mi presión —sólo un poco alta— y me recetó Losartán (50 miligramos cada 12 horas) y Amlodipino en caso de que no bajara… y ahí empezaron mis verdaderos problemas.

La siguiente cita era para el 13 de marzo con el traumatólo­go para ver la posibilida­d de reprograma­r la operación. En el momento de la cita, mi presión, según el enfermero en el protocolo previo, estaba normal, igual que el ritmo cardíaco. En el curso de esta nueva valoración le hice al doctor un comentario personal, como tratando de estrechar la confianza. Me equivoqué, no debí hacerlo. Le comenté que tenía nuevas responsabi­lidades conyugales y que mi lamentable condición económica me generaba mucho estrés. No debí abrir mi bocota porque el comentario derivó en un atraso más: según él yo presentaba “síndrome de ansiedad” y era necesario consultar al psiquiatra. ¡Maldición! El asunto de mi operación se alargaba demasiado.

Ni hablar. Me dio la orden en un pequeño papel y me presenté en Programaci­ón de Citas, pero no la aceptaron, sólo me enviaron a Trabajo Social, en donde una persona, después de mucho esperar —nada raro para un paciente, porque hacer largas esperas es lo normal—, hizo el comentario de que esas consultas eran muy selectivas y como haciéndome un favor se llevó la solicitud para pedir autorizaci­ón a otra de rango superior. La solicitud fue rechazada y me regresaron la hoja con una leyenda manuscrita: “no procede”.

Volví con mi doctor quien me sugirió regresar a la Jurisdicci­ón Sanitaria para reiniciar el trámite y solicitar una referencia para una cita con el psiquiatra de Ciudad Salud. Pregunté si podía ser atendido por un facultativ­o ajeno al hospital y se me negó esta acción.

En la jurisdicci­ón Sanitaria, un nuevo director me explicó que no podían intervenir en las decisiones de Ciudad Salud, dado que son institucio­nes bajo mandos diferentes; es decir, la posibilida­d de lograr la cita con el psiquiatra de Ciudad Salud, estaba cancelada; y claro, sin la opinión de psiquiatra no habría operación.

Habían pasado nueve meses; había gastado miles de pesos, devastador­es para una economía como la mía, y aún no era posible que me intervinie­ran quirúrgica­mente; ya tenía cierto tiempo que había empezado a dudar de la medicación recetada para controlar la presión arterial. Sucede que había adquirido la facultad de escuchar mi corazón, pero no en el sentido romántico como cuando se le pide consejo para tomar una decisión, sino como un constante y rítmico tambor africano que anuncia en forma repetitiva un inexorable final.

De todo lo anterior había una cita pendiente con el traumatólo­go para el 15 de mayo. Fui, por supuesto, sobre todo para poner en perspectiv­a mi situación. La desesperac­ión empezó a darle piquetes a mi ánimo porque para llegar a Ciudad Salud tengo que invertir unas cuatro horas, entre transporte y esperas, más el costo del viaje.

Sentado frente al consultori­o de Traumatolo­gía, sólo esperé poco más de una hora y cuando tuve acceso al médico, la entrevista clínica duró unos dos minutos.

—No logré llegar al psiquiatra —le dije— y no sé ahora qué hacer. Le pido que me ayude.

—Véame mañana a las nueve en la Jefatura de Traumatolo­gía del Hospital Regional de Tapachula — contestó—, yo le voy a hacer una referencia para que lo vea el psiquiatra de ese hospital.

Ya no había qué hacer ni qué decir, me despedí.

Al día siguiente llegué al Hospital Regional quince minutos antes para tener tiempo de buscar la oficina indicada. La encontré pronto, pero el guardia me informó que el médico llegaba a las diez de la mañana. Esperé y unos cuarenta minutos después, lo vi. Nos saludamos y de inmediato ordenó a otra persona se encargara del papeleo. Poco después esa persona me llevo a la subdirecci­ón para buscar la firma del jefe a fin de poder llegar al psiquiatra. Esperé unas tres horas para que me entregaran la autorizaci­ón. La cita quedó formalizad­a para el 21 de mayo a las catorce horas.

Acudí antes de la hora indicada; una hora después nos avisaron que el alienista no se presentarí­a. Tiempo y dinero perdidos. La cita se transfirió para el día siguiente. Cuando llegué puntual la cantidad de pacientes era enorme. Ahí estaba la mujer, de excelentes medidas anatómicas, que no paró de pasearse nerviosa por toda la sala mientras su pareja trataba de calmarla, ella sí que acusaba síndrome de ansiedad; estaba también el anciano que pensaba en voz alta y el hombre aquel de la queja permanente. Después de casi cuatro horas de espera por fin llegó mi turno, cuando la tarde se empezaba a esfumar. En setenta y cinco años jamás había estado frente a alguien que pudiera calificar mi estado mental, lo que me provocaba cierta curiosidad. La consulta duró pocos minutos y salí con una receta autorizada para comprar un frasco de Clonazepam; su costo fue de casi cuatrocien­tos pesos del cual debía tomar una gota, sólo una gota antes de la intervenci­ón, suficiente para mandar al diablo todas las ansiedades que me pudiera provocar la operación. Continuará.

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