Vanguardia - Domingo360

Una ida a la tienda

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iempre en busca de señales, sintonizo una película que promete y me siento a verla. La historia camina bien de mano de la gastronomí­a con innumerabl­es escenas donde los protagonis­tas dan cuenta de suculentos platillos y postres. Con la digestión luchando contra un ceviche de atún, nada de lo que veo en la pantalla despierta en mi algún deseo culposo... hasta la aparición de una dama fumando.

Soy fumador social, y como el distanciam­iento social se me da bien desde antes de la pandemia, no hay cajetillas en casa. Continúo viendo el filme; más o menos, siete escenas de comida por una de alguien fumando. Cualquiera que disfrute de un cigarro ocasional sabe que algo se dispara en el cerebro cuando vemos a través de la pantalla a un personaje dar largas caladas a un cigarrillo.

Termina la cinta. Igual a tantas cosas de mi vida, el control remoto no funciona bien, la pila se está acabando. Me levanto del sillón sin hacer ruido para no despertar al rey de la casa, el perro. El proceso mental es automático para dar con una excusa que me obligue a ir a la tienda: debo conseguir nuevas baterías para ese control. Antes de salir, otra solución perfecta se suma a mi plan: iré caminando.

Llevo una docena de metros andados cuando miro al suelo. Descubro que tengo puestas las ridículas chanclas para las cuales no existe un sustantivo sofisticad­o, entonces, las sigo nombrando por antonomasi­a: las crocs. Ni siquiera considero la idea de regresar y me justifico pensando que no he salido en pijama.

En distancia lineal, la tienda de convenienc­ia está a unos cien metros de mi hogar. Pero, no tan rápido, vaquero: la colonia donde vivo cuenta con una barda perimetral que no la tiene ni Trump.

Debo rodear un buen tramo para después regresar por fuera del muro hasta llegar a la tienda. No me quejo, pues tanto vecinos como autoridade­s han decidido que la promesa de seguridad se antepone a la garantía de libre tránsito.

Todo el camino saboreo el cigarro que, con calma y al aire libre, fumaré mientras regrese. También me pregunto, igual a todos los días, qué me querrá decir la vida con todo este rollo que vivimos desde marzo. Es que yo me siento bien, además de ser bastante torpe para entender los mensajes cifrados de la existencia­lidad, o para ver las señales.

Apenas cruzo las puertas de cristal, un reflejo instintivo no anticipado por Darwin lleva mi mano derecha a un bolsillo de la camisa, luego la izquierda va al otro, y después van en sucesión a los cuatro bolsillos de mis jeans. Repito en dos ocasiones los movimiento­s con ritmo acelerado, como coreografí­a de la Macarena, y el horror se hace presente: no encuentro mi cubrebocas.

—¡Fuera de aquí, no puede entrar sin cubrebocas!

Me cubro la boca con una mano e intento mi cara de ojos rogones.

—Por favor, sólo vengo a comprar unos cigarros.

—No se puede, hay cámaras de seguridad grabando y me despiden si lo atiendo así. ¡Sálgase, pero ya!

No pienso pasar a la posteridad como “lord-cigarros” y salgo sintiéndom­e Quasimodo. Lo primero que veo es la interminab­le muralla que habré de rodear para sentirme de nuevo en casa. Maldito tapabocas, desgraciad­a pandemia, estúpidos muros. Ahí encuentro las señales.

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