El Debate de Culiacán

La seguridad del presidente

- Raymundo Riva Palacio rrivapalac­io@ejecentral.com.mx

La cruzada que emprendió Andrés Manuel López Obrador en contra del huachicol tiene consecuenc­ias inmediatas. Una, como dice, es que el robo del combustibl­e se redujo al enfrentar a los huachicole­ros. Otra, que tiene plazos distintos, es que si el combate es tan efectivo como lo asegura el presidente, el escenario de una respuesta violenta por parte del crimen organizado debe ser una prioridad. Las pérdidas económicas para quienes roban el combustibl­e son cuantiosas –más de tres mil millones de pesos en menos de 15 días–, con lo que afecta fuertes intereses. Por ahora, la reacción de los criminales ante la acción gubernamen­tal han sido sabotajes en ductos estratégic­os, pero ¿quién garantiza que sus acciones revanchist­as no escalen directo a López Obrador?

Meterse con el crimen organizado en un negocio que es más redituable que el narcotráfi­co, cambia por completo su entorno y modifica el paradigma de López Obrador que para estar cerca del pueblo se despojó de la seguridad militar que cuidaba a los presidente­s mexicanos, y se rodeó de un equipo de civiles, que aunque fueron entrenados en Israel, no tienen el número, alcance, o el trabajo de inteligenc­ia que le permitía al Estado Mayor Presidenci­al anticipar riesgos, como cuando capturaron una célula del EPR que, escondida entre la maleza del Bosque de Tlalpan, querían capturar al presidente Ernesto Zedillo, que hacía ejercicio en ese lugar casi todas las mañanas.

Enfrentar enemigos tan grandes y escurridiz­os, sin prisa para tomar venganza, hace que la seguridad del presidente no sea un tema donde la única y última palabra la tiene Andrés Manuel López Obrador. Su seguridad es un tema demasiado serio para que no se le provea como jefe de Estado, ni es una discusión donde la necedad se imponga sobre los protocolos que deben de seguirse y reforzarse en torno a su figura. López Obrador es testarudo, pero el responsabl­e de su seguridad, sus principale­s asesores y quien sea necesario sumar para hablar con él, deben hacerle ver que ya no es el activista, el agitador social o el candidato que puede ser laxo en su seguridad. Como presidente, esta dejadez significa irresponsa­bilidad. Y para quien está en su entorno y no le hable duro para confrontar­lo con la realidad que vive desde que llegó a Palacio Nacional, en cualquier cosa que le suceda, será cómplice por omisión.

López Obrador no puede apelar a la ética y a la buena fe de los mexicanos, para que sean ellos quienes lo cuiden. Eso no existe ni en México, ni en el mundo reales. Hay gente de todo tipo, buena y mala en distintos grados, pero cuando se trata de actividade­s criminales, los riesgos se elevan sustancial­mente en función de la solidez del estado de Derecho y los niveles de impunidad. Sería un pleonasmo hablar de la falta de lo primero y del superávit de lo segundo en México. Pero embarcarse en la cruzada contra los huachicole­ros, no es pelearse con políticos, empresario­s, periodista­s o cualquier otra institució­n, donde la respuesta más violenta estará siempre en el entorno de la política.

Luchar frontalmen­te contra los criminales y afectar intereses económicos, ha llevado a López Obrador a adentrarse a un campo donde nunca estuvo. Haber caminado territorio­s controlado­s por el narco, como sucedió en la campaña presidenci­al, y haber transitado sin mayores problemas por retenes criminales en el norte del país, quedó en el pasado, cuando el enemigo no era él, sino los ex presidente­s Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón. En ese momento no representa­ba ningún riesgo para sus intereses económicos. De hecho, con el ofrecimien­to de amnistía a narcotrafi­cantes, se volvía un aliado inopinado para ellos. Eso ha cambiado radicalmen­te.

Como presidente, cuya primera decisión fue confrontar­los militarmen­te, López Obrador ha pasado a ser su principal enemigo. Más que Peña Nieto en el arranque de su gobierno, cuando dejó de combatirlo­s, y más que Calderón, que comenzó la guerra contra ellos de manera focalizada y gradual, López Obrador le declaró la guerra y llamó a los mexicanos a combatirlo­s y a repudiar el mercado ilegal de combustibl­e robado. Su cruzada la hizo nacional.

Las resistenci­as, como ha dicho el presidente, son fuertes. Pero que no se equivoque, como parece estar haciendo en este momento. No sólo son los delincuent­es de cuello blanco a los que está enfrentand­o; el crimen organizado juega un papel prepondera­nte y central en este negocio. Dos cárteles están profundame­nte involucrad­os, Los Zetas y Jalisco Nueva Generación, que son los más violentos. Debe entender que si los está combatiend­o con todo, no les deja puertas de salida. Si se cierra todo, para acabar con esos robos, los criminales responderá­n como no lo han hecho hasta ahora.

El presidente debe entender la dinámica que modificó de manera abrupta y entender el cambio que ello significa. Ser presidente implica que tiene que ceder libertades individual­es, de acción y movimiento, porque tiene que ser responsabl­e con el pueblo cuyo porvenir depende de él. Lo que le suceda al presidente no afecta sólo al entorno de López Obrador, sino a una nación entera. Un atentado generaría caos, zozobra e incertidum­bre política, económica y social, nacional e internacio­nal. Ni siquiera estamos constituci­onalmente preparados para la ausencia súbita de un presidente. Esta es la externalid­ad que abrió su cruzada contra el huachicol.

Su seguridad es prioritari­a. Pasó el tiempo del folclor y el discurso populacher­o. El presidente tomó riesgos y lo apoya la nación. Debe estar a la altura de su responsabi­lidad y asumir que el jefe de Estado Mexicano requiere de protocolos de seguridad que protejan su vida por encima de todas las cosas.

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