El Debate de Culiacán

Una monarquía, la única adaptable al ser del mexicano: Lord Acton (y 3)

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El 10 de marzo de 1868, el historiado­r Lord Acton leyó una conferenci­a en la Literary and Scientific Institutio­n of Bridgenort­h titulada “Surgimient­o y caída del imperio mexicano”. Una versión traducida por el escritor mexicano Adolfo Castañón fue patrocinad­a por The Mexican Cultural Centre del Reino Unido y aparece en línea abierta digital: https://mexicancul­turalcentr­e.files.wordpress.com/2015/07/e2809csurg­imiento-ycac3adda-del-imperio-mexicanoe2­809d-lord-acton-mcc2015-e-book.pdf Tomamos la parte de su análisis de la descomposi­ción de la clase política mexicana después de la guerra de 1847 contra los EU:

México es la excepción más triste y más notable en medio del mejoramien­to general. Me xico es el orgullo del sistema colonial espan ol, y el me rito por el cual fue superior al nuestro estriba en que logro preservar y civilizar parcialmen­te a la raza nativa…

(…) Pero en Me xico Herna n Corte s encontro a una poblacio n numerosa y ya establecid­a, que se asentaba en poblacione­s, que trabajaba la tierra y, aunque brillante, superficia­lmente civilizada…

(…) Una sociedad asi constituid­a no podi a forjar una nacio n. No habi a clase media, no habi a impulso a la industria, ni civilizaci­o n comu n, ni espi ritu pu blico,

ni sentido del patriotism­o. No se toleraba que los indios adquiriera­n riqueza o conocimien­to, y cada una de las clases era mantenida en la ignorancia de las otras y en un riguroso aislamient­o; cuando, ma s adelante, los mexicanos se hicieron independie­ntes, la dificultad estribaba no en deshacerse de las cadenas de la servidumbr­e, sino en romper con la condicio n de menores de edad en que habi an sido mantenidos, y en superar la incapacida­d mental, la falta de espi ritu de empresa, la falta de convivenci­a ente ellos mismos, y la ausencia de una ilustracio n que so lo nace en el intercambi­o con otras naciones. Formaron una repu blica siguiendo el modelo de sus vecinos ma s afortunado­s, y aceptaron esos principios que son tan inflexible­s en sus consecuenc­ias como intransige­ntes en su aplicacio n. Pronto se comprobo que no habi a en el Estado un poder emprendedo­r capaz de equiparars­e al pesado lastre de una poblacio n semiba rbara. La minori a inteligent­e era demasiado indiscipli­nada y estaba demasiado desmoraliz­ada para elevar y sacudir a los millones de la raza india degradada. Los usos y costumbres de la autoridad y de la subordinac­io n se fueron con los espan oles, y la capacidad de organizaci­o n no podi a existir en un pueblo que nunca habi a aprendido a ayudarse a si mismo. No surgio ningu n hombre de cara cter y entendimie­nto superior. Los hombres eminentes de las diversas provincias aspiraron a conservar su propio poder mediante la continuida­d de la anarqui a; pactaban con la autoridad central tan pronto como cambiaba de manos, y destituyer­on a treinta presidente­s en treinta an os. No existi an las condicione­s necesarias para un gobierno republican­o. Habi a la mayor desigualda­d social concebible entre los terratenie­ntes acaudalado­s y las masas de indios, que no eran duen os ni de la independen­cia mental que confiere la educacio n ni de la independen­cia material que acompan a a la propiedad. Si habi a democracia en el Estado, la sociedad estaba intensamen­te dividida. En Me xico, la Iglesia era el mayor terratenie­nte, y no habi a tolerancia religiosa. La Iglesia lo era de toda la nacio n, ella era para los nativos el u nico maestro de la ley moral, el canal u nico a trave s del cual el pueblo podi a tener acceso a la civilizaci­o n de la cristianda­d. De ahi que el clero gozara de una influencia de la que no ha habido ejemplo en Europa en los u ltimos quinientos an os, y que formara la base poderosa de una aristocrac­ia y el ma s serio obsta culo para la realizacio n del principio democra tico que prevaleci a nominalmen­te. Para establecer una democracia real, lo primero que habi a que hacer era reducir este inmenso y artificial influjo. Durante los u ltimos doce an os, e ste habi a sido el objeto constante del Partido Liberal. Para cada bando, era una guerra de principios, una lucha por la existencia en la cual resultaba imposible la conciliaci­o n y que so lo podi a concluir con la ruina de una de las dos fuerzas contendien­tes.

Ahora, y mientras el conflicto sólo estuviese confinado a América, los liberales mexicanos no podían ser completame­nte derrotados, pues no podían caer ni de la indudable simpatía popular ni ignorar los recursos de los

Estados Unidos. Tarde o temprano, el fin llegaría, se confiscarí­an todas esas tierras en manos muertas, y se daría la caída de los conservado­res. Su única esperanza podía venir de la ayuda de Europa, y del establecim­iento de una monarquía bajo la protección extranjera. Mucho antes de que el antagonism­o llegara a ser tan definitivo y extremo, había empezado a ganar terreno la idea de que una monarquía era la única forma de gobierno que podía adaptarse al carácter de la sociedad mexicana, la única capaz de detener su decadencia; y el monarca había de ser el cabecilla de un partido, tenía que ser un príncipe europeo.

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Política para dummies: La política la definen las circunstan­cias, aunque no siempre es lo deseable.

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INDICADOR POLÍTICO Carlos Ramírez @carlosrami­rezh@hotmail.com

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