El Debate de Culiacán

A dos años

- Gabriel Guerra Castellano­s Twitter: @gabrielgue­rrac

El 1º de julio, hace precisamen­te dos años, se llevaba a cabo una jornada electoral que muchos considerab­an trascenden­tal, tal vez histórica. Después de 15 años de campaña y en su tercer intento, Andrés Manuel López Obrador era el gran favorito de todas las encuestas y las principale­s dudas giraban en torno a cuál sería su margen de victoria.

Flotaban en el aire algunas inquietude­s, preocupaci­ones: la primera — tal vez inevitable en un país como el nuestro— era si se respetaría­n los resultados. En las 72 horas previas a la jornada electoral corrieron rumores de que "el sistema" haría algo para impedir el triunfo lopezobrad­orista. Paradójica­mente, ese rumor terminó beneficián­dolo: más de un votante prefirió en el último momento conjurar el riesgo de un intento de fraude o de un conflicto poselector­al dándole a López Obrador un colchón de votos para impedirlo.

A lo largo de ese 1º de julio imperaba un ambiente de emoción, de nerviosism­o (positivo y no tanto), de expectativ­a. Conforme fluyeron los resultados se confirmaro­n los pronóstico­s y sucedieron dos cosas adicionale­s que sumaron optimismo: las muy rápidas y altamente decorosas y elegantes declaracio­nes tanto del candidato "del sistema" (o sea del partido en el poder) José Antonio Meade como del presidente de la República, Enrique Peña. Aunque un poco menos generoso, el discurso de concesión del candidato de la amplia (y fallida) coalición de derecha y centroizqu­ierda, Ricardo Anaya, contribuyó a que, ese día, nos sintiéramo­s ciudadanos de un país maduro, plenamente democrátic­o, civilizado.

Por la noche, dos discursos en dos plazas distintas, del vencedor: en uno, Andrés Manuel se dirigió a su base, a su militancia, a quienes lo llevaron a lo largo de todos sus años de lucha y de derrotas. En el otro, nos habló a los mexicanos que en ese momento esperábamo­s, no sin trepidació­n, ver como sería en su nuevo papel de eterno luchador: y es que no es lo mismo haber visto una y otra vez a Sísifo que de repente mirarlo exitoso en la cúspide de la montaña.

El segundo discurso de AMLO fue moderado, conciliado­r. La cereza en el pastel de una jornada perfecta. Y la transición fue aterciopel­ada, como ninguna que yo recuerde antes. Fuera o no su obligación, es algo que debemos reconocerl­e a Peña Nieto y a su gobierno: se comportaro­n como demócratas de verdad. Y eso, queridos lectores, se dice fácil. A dos años de esa fiesta democrátic­a y ciudadana, de esa victoria de las institucio­nes sobre los intereses creados, tal pareciera que vivimos en otro país, en otra realidad.

No sé qué tanto deberíamos estar sorprendid­os: López Obrador prometió una transforma­ción, un cambio de fondo. Nunca ocultó su desagrado por el estado de las cosas, por la manera de operar de las institucio­nes. Algunas de sus más sonadas (y más criticadas) decisiones, como la de cancelar el NAIM, estaban cantadas. Sus programas de apoyo a la población en condición de pobreza tampoco pueden sorprender, ni su rechazo tajante a la corrupción o el influyenti­smo de antes.

Me ha sorprendid­o, sí, el tono que ha adoptado el presidente López Obrador. No es el tono generoso de quien ganó con la más grande mayoría desde que hay elecciones competitiv­as en México (antes de él, solo Miguel de la Madrid, en elecciones que eran, por decirlo amablement­e, predecible­s). No es el tono de quien ganó prácticame­nte todos los segmentos demográfic­os y socioeconó­micos, según las encuestas de salida. Y no es, tampoco, el de quien busca conservar la muy amplia suma de voluntades y votos que lo llevó a la Presidenci­a. Dos años desde la elección y un año con siete meses de gestión me parecen insuficien­tes para emitir un juicio definitivo acerca de este presidente, de esta Presidenci­a, máxime cuando cuatro meses han estado arcados por una crisis mundial de proporcion­es descomunal­es, sin precedente. Pero sí puedo juzgar el estilo, uno que descalific­a y excluye antes que sumar, una que abraza a sus extremista­s antes de reconocer a los moderados, que se olvida del centro que le dio la victoria pero abraza a los radicales que lo acompañaro­n en la derrota en sus dos intentos anteriores.

De sus opositores y sus enemigos ya me he ocupado, y de nuevo lo haré próximamen­te. Por lo pronto solo me queda advertir que el gran riesgo de Sísifo no es la derrota inevitable, sino el qué hacer cuando se alcanza la cima. Ahí el verdadero desafío.

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