Comoun puentesobre eldrina
No sé en dónde quedó noviembre. No sé qué se hizo, si duerme y despertará o simplemente nada ya lejos en el mar de la memoria mía, que es amplio como larga es la avenida Obregón. Sé, eso sí, que no cerró prodigioso. Los accidentes viales, y sobre todo los que han cobrado vidas estos días, me laceran la percepción sobre mi sociedad inmediata. ¿Cómo puede dársele tanta razón a un conductor que, en su privilegio de transportarse con individualidad, corta y cierra una vida? Eso lo encontré tanto mucho en redes sociales estos días que simplemente me cerró la mirada. Me hastío un poco.
Los puentes antipeatonales, esos hechos para que el peatón no moleste a los carros, son, ante todo, eso: atentados contra las personas. Gritos de fuerza bruta lanzados desde quién manda y mandata. Vale más el vehículo contaminante que un peatón que deba recorrer tres o cuatro veces más la distancia que cruzaría de la manera recta y directa. ¡Obvio!, vale más el tiempo de quien va en carro, por eso mismo va en un carro, es una de las argumentaciones.
“El pueblo solo recuerda y cuenta aquello que puede transformar en leyenda”, escribe Ivo Andrić en su bellísimo libro Un puente sobre el Drina. En paralelo a como en esa narración extraordinaria se entreteje la historia de amores y odios de una comunidad que late desde su antiguo puente de piedra, los puentes antipeatonales inscriben y alaban en el inconsciente colectivo esa otra idea que no conecta (como el puente sobre el Drina), sino que divide y fortalece el vencimiento de un sector de la sociedad ante otro. Los puentes antipeatonales, si bien nacen en parte en la búsqueda de una seguridad para el ciudadano que camina, acaban teniendo problemáticas de seguridad y de infraestructura. Ni que decir la exigencia que suponen para adultos mayores y discapacitados. Y también para uno que otro ciclista. Pero hay que verle la belleza a días recientes, por ejemplo, el amigo Marcos Vizcarra ganó un muy merecido Premio Nacional de Periodismo.
Quizá, como señala Andrić al hablar del pasado de la tierra que cruza al río Drina, en Sinaloa partes de nuestro raciocinio “son piedra aún blanda y sin consistencia, tan solo tierra”; me resuena mucho la vida cegada hace días, la de una mujer, fallecida tan cerca del sitio ese donde los ríos de Culiacán se encuentran y potencian. Dice mucho si aparte ese vehículo es de gobierno. Espero también lo mejor de nuestras ideas y capacidad como pueblo se lleguen a entretejer para crear algo más alto que la suma de nuestras partes como ciudadanos. Lo veo lejano y difícil, pero, naturalmente, no imposible. Hay que agotar ese ámbito, el de la hermosa posibilidad de mejorar. Se puede empezar por ejercitar nuevos puntos de vista y quizá bajarle al acelerador al manejar; un minuto nuestro mientras conducimos un vehículo bien pueden ser varias décadas en alguien más. En El puente sobre el Drina, Andrić, (Nobel 1961), habla de cómo un señorón del Imperio Otomano necesitaba levantar un puente para sanar su pasado. Los puentes no usados por las personas que prefieren cruzar la calle directamente tienen otro fin, pero al final la idea es conectar, y todos necesitamos movernos para andar por nuestras vidas, con el muy personal micro o macro infierno que en ellas se tenga. Con un al menos ejercitar la empatía ponemos piedras en un puente fuerte, como el del Drina, que nos haga entendernos un poco, y en una de esa, hasta tolerarnos.